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Capítulo 8: El adorno que no habla.

La mañana siguiente fue un silencio pesado. Sofía despertó con las marcas latiendo menos, pero el recuerdo del libro todavía fresco en la mente. La prisionera del zar había aprendido a callar para sobrevivir. Ella haría lo mismo.

Obedecería. Por su madre. Por la deuda. Por la familia que dependía de que ella tragara sin romperse. Pero dentro... dentro guardaría lo que quedaba de ella.

Una empleada entró con ropa nueva: varios vestidos colgados. Sofía eligió uno blanco, sencillo, de tela suave que caía recta sin apretar, sin marcar imperfecciones. La hacía ver inocente, limpia, como la chica que era antes de todo esto. A pesar de las lágrimas derramadas, a pesar del dolor que aún ardía en la piel y en el alma.

Bajó al comedor principal. Viktor ya estaba, hablando por teléfono en ruso, voz baja y cortante. Colgó al verla, ojos grises recorriéndola rápido.

—Siéntate —ordenó—. Los invitados llegan en una hora. Te quedas callada. Son socios de San Petersburgo. Un error y pagas.

Sofía obedeció, tomó café negro. No habló. No miró más de lo necesario. Solo esa aceptación silenciosa, determinación desafiante escondida detrás de ojos bajos.

Viktor frunció el ceño leve. —El vestido blanco... interesante elección.

Ella no respondió. Solo sorbió despacio.

Él apretó la mandíbula, pero no insistió.

Los invitados llegaron en dos Mercedes negros. Tres hombres: Ivan, el mayor, barriga prominente y ojos de tiburón; Sergei, joven y ambicioso, tatuajes asomando en el cuello; y Pavel, silencioso, siempre observando, ojos oscuros que no parpadeaban mucho.

Viktor los recibió en el salón principal, vodka servido, cigarros encendidos. Sofía sentada en un sofá lateral, manos en el regazo, postura recta pero discreta. El blanco la hacía destacar como una virgen en un cuarto de lobos.

—Caballeros —dijo Viktor en ruso, luego pasando al inglés—. Ella es Sofía. Mi... acompañante.

Ivan la miró de arriba abajo, sonrisa babosa.

—Inocente —comentó—. Me gusta el blanco. Parece pura.

Sergei rió, pero Pavel... Pavel solo miró. Largo. Sin sonrisa. Ojos fijos en el rostro de ella, luego bajando leve a las manos quietas. Viktor sirvió vodka, disimulando un trago largo.

—Negocios primero.

Hablaron de cargamentos, rutas desde Colombia, porcentajes. Números grandes. Sofía escuchaba en silencio, entendiendo lo suficiente para saber que Viktor controlaba todo. Ivan presionaba por más territorio. Sergei insinuaba alianzas nuevas.

En un momento, Ivan se volvió a Sofía. —¿Y tú qué opinas, niña del blanco? ¿Viktor te trata bien?

Ella levantó la mirada breve, voz baja y calmada.

—Sí.

Solo eso. Nada más.

Ivan rió. —Obediente. Me gusta.

Pavel siguió mirando. Sergei añadió: —Siempre con lo mejor, Ivanov. Aunque esta... diferente a las rubias que tenías antes. Más... quieta.

Viktor tomó otro trago, desviando la mirada al vaso. —Diferente entretiene —dijo casual—. Las rubias gritaban mucho. Esta... acepta.

Sofía bajó ligeramente la mirada, decepción silenciosa pinchando. Acepta. Como si su virginidad perdida en dolor y desprecio fuera solo entretenimiento. Algo que debió ser delicadeza, amor, susurros... reducido a eso.

Viktor notó el movimiento bajo de los ojos. Algo le picó, pero lo negó con otro trago.

Pavel miró más. Directo. Como si viera el dolor callado.

La reunión se extendió. Vodka fluyendo. Ivan se emborrachó, empezó comentarios.

—Viktor, si te cansas de la quietud... préstamela una noche. El blanco se mancha fácil.

Sergei rió. Pavel no.

Viktor tensó la mandíbula, pero sonrió forzado.

—Firma y listo.

Firmaron. Fotos, brindis. Cuando se fueron a irse, Ivan tomó la mano de Sofía, besándola baboso.

—Encantado, pura.

Pavel fue el último. Tomó su mano breve, pero sus ojos se quedaron en los de ella.

—Cuídate —dijo bajo, en inglés perfecto.

Sofía asintió. Solo eso.

Viktor cerró la puerta, cara neutra, pero vodka en mano otra vez.

Los invitados se fueron. El salón vacío.

Viktor se volvió a Sofía. —Bien hecho —dijo—. Callada. Como debe ser.

Ella se levantó despacio. —¿Puedo irme?

Él asintió, pero la tomó del brazo al pasar. —El blanco te queda... inocente —dijo bajo—. Como si nada hubiera pasado.

Sofía miró su mano. —Nada pasó —mintió calmada—. Solo acepto.

Él apretó más, pero la soltó. —Vete.

Subió las escaleras sin prisa. En la habitación, se sentó junto a la ventana, nieve cayendo.

Aceptar dolía. Pero callar... callar era poder.

Abajo, Viktor sirvió otro vodka, mirando la puerta.

Pavel había mirado demasiado.

No le importaba.

Tomó trago largo.

No le importaba nada.

Pero la mandíbula seguía tensa.

Por la noche, entró a su habitación. La encontró sentada en la cama, libro cerrado al lado.

Se quitó la camisa, se acostó.

Sofía no se movió.

Él la tomó, lento pero posesivo. Ella dejó, cuerpo respondiendo por costumbre, mente lejos. Dolía aún. Lastimaba que la tocara, abusara, como si fuera objeto.

Pero aceptó. Silenciosa.

Cuando terminó, él se quedó a su lado raro. —¿Por qué tan quieta? —preguntó.

Ella abrió los ojos al techo. —Porque es lo que quieres.

Viktor se incorporó, mirándola. —No. Quiero que pelees. Ella cerró los ojos. —No quiero pelear.

Cuando terminó, él no se levantó. Se quedó a su lado, mirando el techo oscuro, el silencio cayendo pesado como nieve afuera. Las palabras de ella resonaban: “No quiero pelear”. No gritaba, no lloraba, no arañaba. Solo aceptaba. Y eso... eso era peor.

Giró la cabeza despacio. Sofía estaba de lado, ojos cerrados, respiración calmada. La luz tenue de la lámpara iluminaba su espalda: las marcas de la correa aún frescas, líneas rojas hinchadas. Pero una... una en el rollito lateral de la espalda era diferente. Profunda, casi abierta, la piel partida en un hilo rojo que brillaba. Un golpe demasiado fuerte. Cruel de verdad.

Por unos segundos, algo se removió en él. ¿De verdad era tan cruel? La duda picó, fría y rápida. Extendió la mano para tocarla, para... ¿qué? ¿Disculparse? ¿Borrar la marca? Los dedos temblaron apenas.

El teléfono vibró en la mesita. Negocios. Siempre negocios.

Contestó bajo, voz ronca. —Da —respondió en ruso—. Ahora voy.

Colgó. La miró un rato más, la mano suspendida, la duda peleando con la frialdad que siempre ganaba. —No me esperes —dijo al fin, voz neutra—. Llego mañana.

Sofía abrió los ojos leve, susurro débil y sereno.

—Cuídate. Nada más. Cerró los ojos otra vez, como si él ya no estuviera.

Viktor se levantó, se vistió rápido, salió sin portazo. Solo el clic suave. Sofía se acurrucó, el fuego en la herida latiendo. Aceptar dolía. Pero callar... callar era su nueva daga.

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