A veces, el destino se divierte enredando los hilos de sus marionetas por mero capricho. El escenario se viste de rojo y los protagonistas danzan al son del deseo y la incertidumbre, sin saber que cada nuevo giro puede ser fatal. Rosanna parecía tener la vida perfecta: casada con el exitoso empresario Rubén Salazar, con una hija encantadora y rodeada de lujos. Sin embargo, la monotonía y el hastío se apoderan de ella, llevándola a encontrar consuelo en los brazos de un peligroso y sensual motociclista ligado al bajo mundo. Cuando siente que ya no puede soportar la prisión de su matrimonio, descubre la existencia de una mujer idéntica a ella y un plan macabro comienza a tejerse en su mente para obtener su ansiada libertad. Rubén es un hombre astuto que ha logrado ocultar su verdadera identidad como el jefe de la mafia de Salento, incluso de su propia esposa. No puede ignorar las crecientes sospechas ante los cambios en el comportamiento de Rosanna. La hermosa mujer que comparte su cama ya no parece ser la misma con la que se casó. Rosalin, una maestra que vive una vida tranquila y sencilla, no tiene idea de que su mundo está a punto de colapsar. Pronto se verá atrapada en una guerra que no le pertenece, pero de la que no podrá escapar si quiere proteger a quienes ama. La verdad caerá como una avalancha imparable que los arrasará a los tres y amenazará con destruirlo todo. Rubén deberá elegir a quién prefiere durmiendo a su lado, descubrir a quién ama de verdad y decidir por quién está dispuesto a luchar.
Ler maisLeiva, 11 de septiembre de 2018.
Las ruedas de las camionetas chirriaron contra el pavimento al frenar, rompiendo el silencio de la noche.
Sin demora, docenas de hombres bajaron de los vehículos de un salto y corrieron alrededor, tomando posiciones. Era un pequeño ejército de soldados armados y listos para actuar. Las órdenes fueron silenciosas: gestos con las manos y susurros por los intercomunicadores que les indicaban exactamente qué hacer.
No se percibía ningún sonido en el interior de la bodega y el comandante de ese operativo podía sentir el terror helado invadiendo sus venas. Aunque su semblante duro y el ceño fruncido no dejaban traslucir su pánico, en su interior, Rubén se derrumbaba a cada segundo con el terrible presentimiento de que ya era demasiado tarde para salvar a su esposa.
Una enorme puerta oxidada y corroída era lo único que lo separaba de un reencuentro o del peor hallazgo de su vida. Incluso cuando quería sentarse y respirar un poco para calmar la ansiedad que lo ahogaba, Rubén no podía darse el lujo de perder un solo segundo. Asintió a sus hombres, confirmando la orden, y ellos embistieron el metal con el ariete, arrojando la puerta al suelo en el primer intento. El golpe seco levantó una nube de polvo y el hedor inconfundible de la muerte llegó a sus narices.
Cada hombre se mantenía en posición de alerta, preparado para enfrentarse a los enemigos. Las armas apuntaban al mismo lugar y sus dedos bailaban en los gatillos listos para disparar. Sin embargo, una vez pasado el estruendo inicial, reinó un silencio sepulcral, más espeluznante que si hubieran recibido una lluvia de balas como bienvenida.
Con suma cautela, los encargados de cubrir el frente se adentraron en la bodega, iluminando con sus linternas en todas direcciones. No podían confiarse, podría tratarse de una emboscada. Aparte del penetrante olor a humedad, madera podrida y algo descompuesto, no había más que paredes manchadas por el abandono, cajas amontonadas y suciedad.
—¿No hay nada? —La profunda voz que se escuchó a sus espaldas los hizo enderezarse.
La dominante presencia se sintió de inmediato. Era un hombre muy alto y fornido que portaba un chaleco antibalas sobre su impecable camisa Charvet blanca y empuñaba su arma con la mano derecha; con la izquierda alumbraba hacia el fondo de ese repulsivo lugar, desde donde provenía el mal olor. Estaba a punto de perder los estribos y comenzar a gritar, no era posible que hubieran caído en una trampa.
—¡Aquí, Rubén! ¡Ella está aquí!
El grito de Sergio al otro lado de la bodega le revolvió las entrañas. Rubén tenía tanto miedo de acercase como necesidad de hacerlo. Hasta unos cuantos días atrás, no había nada en el mundo que pudiera convertirlo en un manojo de nervios, ansiedad y confusión. Claro que no, él lideraba la mafia más poderosa del país y había combatido psicópatas desalmados sin pestañear. Miedo era una palabra que no existía en su vocabulario.
Aun así, lo único capaz de hacerle temblar las rodillas y las manos era la posibilidad de fallar protegiendo a su familia. No había contemplado esa posibilidad, tenían un esquema de seguridad demasiado grande para prevenir que alguna de las tres mujeres de su vida resultara herida. Perder a su esposa de una manera tan detestable era más aterrador que el fin del mundo.
Con pasos que aparentaban una seguridad que no tenía, se acercó a su amigo con la linterna en la mano, mientras suplicaba a un Dios en el que no creía del todo que Rosanna estuviera a salvo. Sus ojos se encontraron con algunos hombres que rodeaban un colchón sucio en el suelo y las manchas de sangre que alcanzaba a observar aumentaron el ritmo frenético de su corazón.
La respiración se volvió errática, sus fosas nasales se abrían mientras bufaba, luchando por llevar el aire suficiente a sus pulmones. Pero el olor pútrido era insoportable. El mareo lo golpeó y la visión se le volvió borrosa. Estaba seguro de que iba a vomitar en cualquier momento. Lo único que lo trajo de vuelta fue ese cabello rubio enmarañado sobre la tela sucia y la mano de Sergio despejando una frente ensangrentada. Rubén podía jurar que, en ese instante, el tiempo se detuvo junto con su corazón.
—¿Es ella? ¿Está viva? —Fue inevitable que su voz vacilara con la última pregunta. Si veía a Sergio negar, iba a comenzar a quemar el mundo entero.
—Sí, es Rosanna… Está viva.
Eso era todo lo que necesitaba oír. Con zancadas largas eliminó la distancia y cayó de rodillas al suelo. La sangre le ardió como lava al ver su estado. La mujer yacía inconsciente; su precioso rostro era una masa deforme e inflamada en tonos rojos y púrpuras. Tenía las muñecas y tobillos en carne viva por el daño de las cuerdas, y las vendas sucias que cubrían sus manos por completo le enviaron un escalofrío por la espalda al imaginar el daño que pretendían ocultar.
Llevaba un camisón corto, casi transparente y mugriento, que se pegaba a su cuerpo por la humedad de la sangre y lo que él esperaba que fuera sudor. Las clavículas marcadas, los evidentes golpes y la mancha roja a su alrededor, le confirmaron que su esposa había vivido un verdadero infierno durante esas semanas de secuestro.
Rubén juró por el cielo y el infierno que iba a despedazar con sus propias manos a los responsables de esa afrenta.
Sergio cortó las ataduras, y cuando ella al fin estuvo libre, Rubén la levantó en brazos, solo para descubrir las terribles lesiones en su espalda y ver la sangre fluir de su cabeza. Antes de que pudiera perder el control, llegó la camilla de la ambulancia y los paramédicos se encargaron de atenderla.
La desesperación y la culpa por verla así le revolvían las entrañas, pero ya habría tiempo más adelante para lamentos y venganzas. Ahora, solo quería asegurarse de que Rosanna estuviera a salvo.
—Ve con ella en la ambulancia. Los chicos abrirán camino y todo está arreglado en el Hospital del Sur para que los reciban sin preguntas. Liliana los estará esperando —indicó Sergio, guiándolo hacia el vehículo.
—Gracias, hermano.
—¿Quieres que vaya contigo?
—No, que el grupo delta me siga y que Rolando asegure el perímetro del hospital. A los demás, los quiero revisando cada centímetro de este maldito lugar hasta que encuentren rastros. Dile a Angelo que analice cada cámara de seguridad en la ciudad hasta que los encuentre.
—Como ordenes.
Sergio le apretó el hombro y le dio un asentimiento con una mirada significativa, esa que decía: “confía en mí”. Y solo por eso Rubén pudo subir a la ambulancia y sentarse junto a su esposa. Verla tan mal provocó que la culpa trepara por su garganta y se enredara en un nudo que amenazaba con asfixiarlo. Tuvo que levantar la cabeza y fijar la mirada en el techo del vehículo para no enloquecer.
Solo unos días atrás pensó que ella fingía. Luego deseó que apareciera su cadáver, anhelando una libertad que ahora le sabía amarga en la boca. Sin importar el desastre que fuera su matrimonio, ella era su esposa, la madre de su hija, y había jurado protegerla de todo peligro.
Le falló.
Pero la había encontrado viva. Y esa ya era una gran victoria.
No tardaron en llegar a ese momento, cuando, en medio del juego, ella le había aventado un peluche a la cara. El rápido movimiento de brazos para atraparlo le generó un agudo quejido a Rosanna. Al enderezarse, la chica ya estaba con lágrimas en los ojos, incapaz de disimular por más tiempo el intenso dolor que experimentaba. Se encogió y su rostro se descompuso como si se quebrara desde dentro.Violeta la miró fijamente, su expresión pasmándose al captar que algo estaba mal con su mamá. Ahí fue cuando la niña comenzó a llorar también, pidiéndole perdón por haberla lastimado. Rosanna le repetía sin cesar que todo estaba bien, que no era su culpa, intentando calmarla mientras todo su cuerpo pedía auxilio.—¡Mierda! —gritó Sergio, golpeando el escritorio con fuerza.No había palabras para describir su frustración.Había venido buscando las evidencias del maltrato hacia la niña, y solo encontró a una Rosanna tan dispuesta a complacer a su hija que soportó el dolor hasta que ya no pudo más
Como era de esperarse, ni Rosanna ni Violeta siguieron las indicaciones y terminaron jugando con entusiasmo en el suelo. Las risas de la niña llenaban la habitación como un eco luminoso, y por un momento, todo parecía sencillo. Rosanna creyó que podría resistir: solo estaba ahí, sentada sobre la alfombra mullida, moviendo muñecos de trapo y escuchando la vocecita dulce de su hija inventar historias.Pero el cuerpo no perdona. El dolor empezó como un tirón leve, un zumbido sordo en la parte baja del tórax que fue escalando como un oleaje denso que inundaba todo su pecho. Intentó ignorarlo, apretó los dientes, pero las punzadas no tardaron en agudizarse. Su respiración se volvió irregular, y una presión helada se instaló en su garganta.El juego se volvió un castigo. La risa de Violeta, que segundos antes era melodiosa, ahora parecía perforarle los oídos.—Mi amor… detente —murmuró Rosanna, con lágrimas en los ojos, sin poder disimular más el temblor que le sacudía las manos—. Lo siento
Violeta se sentía en el paraíso mientras le enseñaba a su madre cuáles cubiertos usar con cada plato. Parecían dos niñas, sonriendo tontamente por cada cosa y murmurando con las narices arrugadas sobre las verduras que no les gustaron. Igual que en el momento del postre de su autoría, que disfrutaron repitiendo porción.Rubén no podía dejar de reírse bajito al verlas. Su hija había ganado una hermana más que una madre. Pero esa dulce ignorancia de Rosanna le calentaba el pecho; su fragilidad atizaba su instinto protector y, ahora, no quería apartarse de ella.—Vamos, mami, voy a mostrarte mi cuarto y mis muñecas. ¡Podemos tomar el té!Violeta tiró de su brazo con una sonrisa enorme, que Rosanna correspondió. Rubén notó que ella se presionaba el torso con un brazo, justo bajo el pecho. Supuso que el movimiento brusco le había devuelto el dolor y se apresuró a su lado para ayudarla a ponerse de pie.—¿Estás bien, cariño? ¿Te duele? ¿Quieres un calmante?—Un poquito, pero la doctora Lili
Estaba tan absorta en la magnitud del lugar que no notó la presencia de Tomás acercándose. El sonido de su voz grave, de pronto tan cerca, la sobresaltó con tal intensidad que dio un brinco, soltó un grito agudo y se aferró al pecho de Rubén como si el susto le hubiera desgarrado el alma.Rubén rodeó su cuerpo tembloroso con los brazos, cobijándola como si pudiera protegerla del mundo entero. Aquel pequeño incidente confirmaba sus sospechas: las cosas iban a ser mucho más difíciles de lo que había imaginado, su esposa se alteraba con demasiada facilidad.—Shhh, no pasa nada, cariño. Tranquila, aquí estoy yo. Estás a salvo —murmuró cerca de su oído.—Lo lamento, no fue mi intención asustarla —se disculpó Tomás en un tono solemne, tan formal que parecía no estar hablándole a un amigo de toda la vida, sino a su superior directo.—Descuida, Tomás, solo debemos ser más precavidos — intervino Sergio, haciendo una señal a los demás guardias para que se retiraran unos pasos. La presentación o
Al llegar al hospital, Sergio se ocupó de los trámites mientras Rubén subía directo a la habitación. Liliana ya le había quitado las sondas a su paciente, y solo esperaban que él trajera la ropa para terminar de alistarla.Rosanna lo recibió con una sonrisa suave; el analgésico aún nublaba su mirada, y su voz sonaba más pausada de lo habitual.—¿Quieres que te ayude? —ofreció Rubén al notar que ella observaba las prendas como si fueran un acertijo indescifrable.—¡No! No… yo… yo puedo… me vestiré en el baño —balbuceó, escandalizada, como si la sola idea de desnudarse frente a él fuera un pecado imperdonable.—Cariño, llevamos más de seis años de matrimonio y tenemos una hija. Créeme, he visto tu cuerpo desnudo muchas veces.La voz de Rubén descendió una octava, tornándose grave y seductora; el efecto fue inmediato, su esposa jadeó y se estremeció. Una mujer adulta transformada en una adolescente torpe, sonrojada hasta las orejas, con una expresión tan mortificada que Liliana, compadec
—¿Está todo listo? —preguntó Rubén al entrar a la sala de estar, donde la luz del mediodía se filtraba por los ventanales y bañaba el salón de tonos dorados.—Sí, señor, el personal tiene todo organizado y sabe exactamente qué hacer—respondió Héctor en tono solemne, parado en el umbral como una estatua vigía, con su libreta en mano.Olivia hojeaba una revista sin mucho interés, con una taza de té ya fría al alcance de la mano, y Violeta, sentada muy derecha, lucía orgullosa el famoso vestido azul, con un delantal blanco estampado con una cruz roja. En su cabecita llevaba el cabello recogido en una coleta, adornada por un enorme moño blanco, y un estetoscopio de juguete colgado del cuello. A su lado reposaban algunos de sus peluches favoritos, cubiertos con vendas color rosa y varias curitas.Rubén sonrió al verla, imaginándola en su papel de enfermera, aunque una punzada le tensó el pecho. Violeta se tomaba muy en serio su rol, y temía que Rosanna no supiera ponerle límites. Le lanzó
Último capítulo