Leiva, 11 de septiembre de 2018.
Las ruedas de las camionetas chirriaron contra el pavimento al frenar, rompiendo el silencio de la noche.
Sin demora, docenas de hombres bajaron de los vehículos de un salto y corrieron alrededor, tomando posiciones. Era un pequeño ejército de soldados armados y listos para actuar. Las órdenes fueron silenciosas: gestos con las manos y susurros por los intercomunicadores que les indicaban exactamente qué hacer.
No se percibía ningún sonido en el interior de la bodega y el comandante de ese operativo podía sentir el terror helado invadiendo sus venas. Aunque su semblante duro y el ceño fruncido no dejaban traslucir su pánico, en su interior, Rubén se derrumbaba a cada segundo con el terrible presentimiento de que ya era demasiado tarde para salvar a su esposa.
Una enorme puerta oxidada y corroída era lo único que lo separaba de un reencuentro o del peor hallazgo de su vida. Incluso cuando quería sentarse y respirar un poco para calmar la ansiedad que lo ahogaba, Rubén no podía darse el lujo de perder un solo segundo. Asintió a sus hombres, confirmando la orden, y ellos embistieron el metal con el ariete, arrojando la puerta al suelo en el primer intento. El golpe seco levantó una nube de polvo y el hedor inconfundible de la muerte llegó a sus narices.
Cada hombre se mantenía en posición de alerta, preparado para enfrentarse a los enemigos. Las armas apuntaban al mismo lugar y sus dedos bailaban en los gatillos listos para disparar. Sin embargo, una vez pasado el estruendo inicial, reinó un silencio sepulcral, más espeluznante que si hubieran recibido una lluvia de balas como bienvenida.
Con suma cautela, los encargados de cubrir el frente se adentraron en la bodega, iluminando con sus linternas en todas direcciones. No podían confiarse, podría tratarse de una emboscada. Aparte del penetrante olor a humedad, madera podrida y algo descompuesto, no había más que paredes manchadas por el abandono, cajas amontonadas y suciedad.
—¿No hay nada? —La profunda voz que se escuchó a sus espaldas los hizo enderezarse.
La dominante presencia se sintió de inmediato. Era un hombre muy alto y fornido que portaba un chaleco antibalas sobre su impecable camisa Charvet blanca y empuñaba su arma con la mano derecha; con la izquierda alumbraba hacia el fondo de ese repulsivo lugar, desde donde provenía el mal olor. Estaba a punto de perder los estribos y comenzar a gritar, no era posible que hubieran caído en una trampa.
—¡Aquí, Rubén! ¡Ella está aquí!
El grito de Sergio al otro lado de la bodega le revolvió las entrañas. Rubén tenía tanto miedo de acercase como necesidad de hacerlo. Hasta unos cuantos días atrás, no había nada en el mundo que pudiera convertirlo en un manojo de nervios, ansiedad y confusión. Claro que no, él lideraba la mafia más poderosa del país y había combatido psicópatas desalmados sin pestañear. Miedo era una palabra que no existía en su vocabulario.
Aun así, lo único capaz de hacerle temblar las rodillas y las manos era la posibilidad de fallar protegiendo a su familia. No había contemplado esa posibilidad, tenían un esquema de seguridad demasiado grande para prevenir que alguna de las tres mujeres de su vida resultara herida. Perder a su esposa de una manera tan detestable era más aterrador que el fin del mundo.
Con pasos que aparentaban una seguridad que no tenía, se acercó a su amigo con la linterna en la mano, mientras suplicaba a un Dios en el que no creía del todo que Rosanna estuviera a salvo. Sus ojos se encontraron con algunos hombres que rodeaban un colchón sucio en el suelo y las manchas de sangre que alcanzaba a observar aumentaron el ritmo frenético de su corazón.
La respiración se volvió errática, sus fosas nasales se abrían mientras bufaba, luchando por llevar el aire suficiente a sus pulmones. Pero el olor pútrido era insoportable. El mareo lo golpeó y la visión se le volvió borrosa. Estaba seguro de que iba a vomitar en cualquier momento. Lo único que lo trajo de vuelta fue ese cabello rubio enmarañado sobre la tela sucia y la mano de Sergio despejando una frente ensangrentada. Rubén podía jurar que, en ese instante, el tiempo se detuvo junto con su corazón.
—¿Es ella? ¿Está viva? —Fue inevitable que su voz vacilara con la última pregunta. Si veía a Sergio negar, iba a comenzar a quemar el mundo entero.
—Sí, es Rosanna… Está viva.
Eso era todo lo que necesitaba oír. Con zancadas largas eliminó la distancia y cayó de rodillas al suelo. La sangre le ardió como lava al ver su estado. La mujer yacía inconsciente; su precioso rostro era una masa deforme e inflamada en tonos rojos y púrpuras. Tenía las muñecas y tobillos en carne viva por el daño de las cuerdas, y las vendas sucias que cubrían sus manos por completo le enviaron un escalofrío por la espalda al imaginar el daño que pretendían ocultar.
Llevaba un camisón corto, casi transparente y mugriento, que se pegaba a su cuerpo por la humedad de la sangre y lo que él esperaba que fuera sudor. Las clavículas marcadas, los evidentes golpes y la mancha roja a su alrededor, le confirmaron que su esposa había vivido un verdadero infierno durante esas semanas de secuestro.
Rubén juró por el cielo y el infierno que iba a despedazar con sus propias manos a los responsables de esa afrenta.
Sergio cortó las ataduras, y cuando ella al fin estuvo libre, Rubén la levantó en brazos, solo para descubrir las terribles lesiones en su espalda y ver la sangre fluir de su cabeza. Antes de que pudiera perder el control, llegó la camilla de la ambulancia y los paramédicos se encargaron de atenderla.
La desesperación y la culpa por verla así le revolvían las entrañas, pero ya habría tiempo más adelante para lamentos y venganzas. Ahora, solo quería asegurarse de que Rosanna estuviera a salvo.
—Ve con ella en la ambulancia. Los chicos abrirán camino y todo está arreglado en el Hospital del Sur para que los reciban sin preguntas. Liliana los estará esperando —indicó Sergio, guiándolo hacia el vehículo.
—Gracias, hermano.
—¿Quieres que vaya contigo?
—No, que el grupo delta me siga y que Rolando asegure el perímetro del hospital. A los demás, los quiero revisando cada centímetro de este maldito lugar hasta que encuentren rastros. Dile a Angelo que analice cada cámara de seguridad en la ciudad hasta que los encuentre.
—Como ordenes.
Sergio le apretó el hombro y le dio un asentimiento con una mirada significativa, esa que decía: “confía en mí”. Y solo por eso Rubén pudo subir a la ambulancia y sentarse junto a su esposa. Verla tan mal provocó que la culpa trepara por su garganta y se enredara en un nudo que amenazaba con asfixiarlo. Tuvo que levantar la cabeza y fijar la mirada en el techo del vehículo para no enloquecer.
Solo unos días atrás pensó que ella fingía. Luego deseó que apareciera su cadáver, anhelando una libertad que ahora le sabía amarga en la boca. Sin importar el desastre que fuera su matrimonio, ella era su esposa, la madre de su hija, y había jurado protegerla de todo peligro.
Le falló.
Pero la había encontrado viva. Y esa ya era una gran victoria.
Tal como le había dicho Sergio, en el estacionamiento los esperaban médicos y enfermeras listos para atender a Rosanna. Rubén saludó con un asentimiento a la doctora Méndez, quien le respondió de la misma manera. Ella estaba acostumbrada a recibir a algunos de sus hombres heridos y tenían un trato al respecto; sin embargo, en esta oportunidad la paciente era demasiado importante.La doctora no alcanzó a disimular su expresión horrorizada al observar las lesiones evidentes y asumir, debido a su experiencia, aquellas internas que requerirían más atención.—Es mi esposa, Liliana.Rubén lo dijo entre dientes, su voz era apenas un susurro, más letal y peligroso que si estuviera gritando a todo pulmón. Esa corta oración contenía un peso tan grande que la pobre mujer cerró los ojos y suspiró. Eso era prácticamente una sentencia de muerte; si la paciente moría, probablemente todos en ese hospital lo harían también.—La atenderemos bien, señor Salazar. Le avisaré sobre su estado en cuanto pued
Luego de dar órdenes para que el grupo de élite se quedara al cuidado de su esposa, y tras amenazarlos con asesinar hasta al primo más lejano si permitían que algo le sucediera, Rubén se subió a una camioneta y manejó por su cuenta de regreso a la bodega, donde Sergio le había informado que el equipo de investigación ya había terminado y ahora todo ardía en llamas para eliminar cualquier rastro de su presencia.Mientras conducía aferrado al volante con tanta fuerza que se le blanquearon los nudillos, recordó inevitablemente la primera vez que vio a Rosanna, siete años atrás, cuando ella era apenas una jovencita de diecinueve años.Él iba con demasiada prisa porque acababa de recibir una llamada con información crucial para un operativo que tenían entre manos y debían actuar contra reloj. El semáforo cambió a amarillo y apuró al conductor para que avanzara; sin embargo, un par de jovencitas se les atravesaron en el camino y el pobre Tomás apenas alcanzó a frenar antes de atropellarlas.
Todo fue incluso mejor cuando escuchó esa voz melodiosa pronunciando un “señor Salazar”, un sonido que le recorrió el cuerpo como un escalofrío eléctrico y lo estremeció en lo más profundo, en especial cierta parte entre sus piernas. Las miradas furtivas, las sonrisas tímidas y los sutiles sonrojos de la chica eran la cereza del pastel. Rubén no podía apartar los ojos de ella ni por un segundo.Olivia lo observaba con atención. En verdad esperaba tener una larga e intensa charla con él cuando la reunión terminara. Su hijo solía rechazar sin miramientos a todas las candidatas que ella le escogía. Pero si algo tenía claro Rubén, era que no quería pasar el resto de su vida durmiendo con una muñeca fría y acartonada incapaz de complacerlo.Rosanna parecía ser todo lo contrario. O al menos eso pensaba él, cuando la veía sonreír dulcemente y asentir a todo lo que su madre decía, sentada como una dama y con una taza de té perfectamente sostenida en sus delicados dedos, haciendo gala de sus r