Sus alumnos le bastaban. Volcaba en ellos todo su amor, sin problema en asumir el papel de la maestra solterona del pueblo. Si en su vejez aún la llamaban “señorita Rosalin” lo asumiría con orgullo y gracia. No había nacido para el amor, mucho menos para ser madre, y estaba en paz con esa realidad.
Al menos, así había sido mientras su madre vivía. Ahora, con una libertad inesperada, le costaba ubicarse en un mundo que de pronto parecía más luminoso y esperanzador. Especialmente después de lo sucedido con Tadeo y los pequeños avances desde entonces. Apenas se habían besado y compartido caricias sutiles, nada más allá de mimos y abrazos.
Quizás lo que más le gustaba de él era precisamente eso: la certeza de que sabría esperar a que ella estuviera lista para dar el siguiente paso. Jamás la forzaría a nada.
—Algún día —respondió finalmente con una sonrisa.
—Me alegra tanto que por fin decidieras