Alba
No se mueve.
O más bien, se mueve apenas, con esa lentitud calculada que dilata el tiempo y transforma cada segundo en pura tensión. Siento su aliento rozar mi sien, caliente y regular, como un pulso que se mezcla con el mío.
El pequeño tarro de helado, todavía en su mano, deja deslizar sobre sus dedos un hilo de condensación. Lo veo perlar, rodar, dudar en el borde, y luego caer sobre mi piel. Una mordida instantánea, fina como una aguja, me atraviesa, pero es un escalofrío que se expande en mí como una onda.
Sandro se agacha a mi nivel. La luz dorada de la habitación esculpe sus rasgos con la precisión de una escultura antigua: la línea nítida de su mandíbula, la sombra densa bajo sus pestañas, y en sus ojos… esa fijeza única, mezcla de cálculo, dulzura y una promesa que no tiene nada de inocente.
No dice nada. Simplemente posa sus dedos, esos dedos que conozco por su fuerza y precisión, sobre la marca fría dejada por la gota. Se deslizan con una lentitud casi cruel, como si qu