Alba
El silencio se ha instalado como un velo espeso, casi palpable, solo interrumpido por el murmullo regular de las olas contra las rocas. Parece que el mundo entero contiene la respiración, suspendido en una espera silenciosa.
La habitación, bañado en una luz dorada filtrada por las cortinas, aún respira el calor del día. Las paredes parecen saturadas de calidez, pero el aire lleva esa frescura discreta de la noche que se infiltra por las rendijas. El perfume salado del mar se entremezcla con el de la madera encerada, y una nota más íntima flota aún, traza invisible de lo que ha sucedido unas horas antes.
Mi cuerpo reposa, languideciendo, como moldeado en una torpeza dorada. Mis músculos son pesados, pero una vigilancia suave persiste, oculta bajo la superficie.
Adormezco, oscilando entre dos orillas: la del abandono y la de la vigilia.
Un ruido discreto hiende el silencio. Un paso medido, casi amortiguado… pero cargado de intención. No es un desplazamiento trivial.
Entreabro los