SANDRO
La noche se cierne sobre la ciudad como una losa de plomo. Afuera, las estrellas brillan, pero aquí, en este bar sucio, el cielo es una jaula sin luz. Los neones lanzan destellos pálidos, intermitentes, que hacen bailar las sombras sobre las paredes manchadas de sudor y polvo. La música late, sorda, insistente, como un latido mecánico que se niega a detenerse.
Empujo la puerta, un soplo de calor y olores embriagadores me asalta: alcohol adulterado, sudor mezclado con un perfume barato que se adhiere a la piel. La multitud ya es densa, ruidosa, ávida de sensaciones. Mis tenientes están allí, sonrisas falsas y miradas calculadas. Su risa es demasiado fuerte, su alegría ficticia me eriza.
Marco se acerca, botella de whisky alzada como un trofeo de guerra. Su sonrisa es carnívora, casi burlona.
— ¿Estás listo para perder tu libertad, jefe? lanza, la voz cargada de ironía.
Dejo mi abrigo, me siento pesadamente en un taburete tambaleante. No tengo nada que responder. ¿Para qué? Esta