La mañana amaneció templada y sin prisas. El canto de los pájaros flotaba sobre los tejados de Calabria como una sinfonía discreta, mientras el aroma a pan recién horneado se colaba por las ventanas de la mansión, mezclándose con el perfume dulce de las flores del jardín.
Isabella ajustó el gorrito de Marcos con manos suaves y maternales, mientras Francesco preparaba la pañalera con la precisión de quien ha hecho eso muchas veces y aún sonríe al hacerlo. Habían decidido visitar a Alessa y Leonardo en la mansión Rossi, y como siempre, la emoción se les notaba en los gestos más pequeños: en el brillo de sus ojos, en la ligereza de sus pasos.
—Listo —dijo Isabella, alzando a su bebé con ternura y rozando su naricita con la suya—. Vamos a ver a tu tía.
—Y a comprobar que Leonardo no la esté sobreprotegiendo demasiado —bromeó Francesco, guiñándole un ojo a su esposa.
La mansión Rossi los recibió con su jardín en flor: amapolas, margaritas y lavandas se mecían con la brisa. Las bancas de h