El aire aún conservaba la frescura de la noche anterior cuando Alessa bajó del auto en el resort. El cielo era un lienzo azul pálido, y el aroma del mar, mezclado con decoraciones, muebles nuevos, llenaba el ambiente.
Apenas dio un paso hacia la zona de planos, una voz familiar la detuvo.
—Dijiste que no los querías fríos.
Ella giró.
Salvatore estaba allí, con una caja blanca en una mano y dos cafés en la otra. Vestía una camiseta negra ajustada, jeans oscuros y el cabello ligeramente revuelto, como si hubiese salido de casa sin detenerse frente al espejo.
—Croissants recién salidos del horno de Antonio —añadió—. Si te quejas, me retiro del proyecto.
Alessa tomó la caja con una sonrisa ladeada.
—Estás a un comentario de distancia de convertirte en mi proveedor oficial de pastelería.
—Soy más que un rostro bonito y un pasado dudoso —respondió él, entregándole el café.
Ambos rieron suavemente. Y el día, por fin, pareció empezar con algo más que trabajo: con complicidad. Po