El aire olía a sal marina, concreto húmedo y jazmines del jardín. El sol aún no estaba en su punto más alto, pero ya bañaba el resort con esa luz dorada que hacía brillar las superficies pulidas y proyectar sombras alargadas entre las columnas de piedra.
Alessa caminaba por los pasillos exteriores con paso firme. En sus manos llevaba planos actualizados del ala norte, donde querían instalar los ventanales panorámicos con vista al mar. Su cabello, recogido en un moño desordenado, dejaba escapar mechones que se mecían con el viento. Vestía una camisa azul remangada, ligeramente manchada de polvo en el hombro, y jeans que marcaban su silueta con descuido involuntario.
— ¡Cuidado, atrás! —gritó un trabajador, pasando con una tabla larga a unos centímetros de ella.
Alessa ni se inmutó. Estaba acostumbrada a caminar entre el caos.
—Si me parten en dos, al menos que sea por un pilar de mármol —murmuró sin mirar atrás.
Una risa grave la alcanzó.
—Pediré que te pongan una placa conmemorativa e