La madrugada en Sicilia llegó gris y fría. Una niebla espesa cubría los campos, como si la isla entera hubiese guardado silencio por respeto. En la mansión Lombardi, solo se escuchaban los pasos pausados de los hombres de seguridad y el crujir de la madera vieja bajo el peso de los años.
Thiago, con la chaqueta empapada por la humedad de la noche, entró sin pedir permiso. Su rostro no tenía color. En la mano traía el informe sellado de los equipos de búsqueda.
Antonio Lombardi estaba en su despacho, de pie, de espaldas, mirando la ventana empañada que daba al mar.
—Don Antonio… —Thiago tragó saliva—. Lo confirmaron hace unos minutos.
Antonio giró con lentitud. Sus ojos ya sabían.
—No encontraron el cuerpo —dijo él, sin voz.
—Solo rastros de sangre. La corriente lo arrastró, señor.
El papel cayó sobre el escritorio. Pero Antonio no lo miró.
Apoyó las manos sobre la madera y bajó la cabeza.
Y entonces… lloró.
—Era mi único hijo —murmuró con un hilo de voz—. Mi único maldito hijo.
Thiago