Las balas silbaban a su alrededor como una sinfonía de muerte. El salón del hotel, antes silencioso, ahora era un campo de batalla. Iván disparaba con precisión quirúrgica, cada ráfaga un intento de cortar el caos que Ortega había desatado.
Aitana, agachada junto a un sillón volcado, recargaba su arma con manos temblorosas pero decididas. No era la misma joven inocente que llegó a la ciudad semanas atrás. La había tragado el abismo, y ahora devolvía fuego.
—¡Cubierta! —gritó Iván.
Aitana asintió, se levantó un segundo y disparó hacia los dos hombres que intentaban flanquearlos. Uno cayó. El otro retrocedió, herido.
La puerta estalló de nuevo. Tomás entró como un torbellino, cubierto de sangre y polvo, con los ojos ardiendo de furia.
—¡Hay más bajando por las escaleras! —alertó, lanzando un arma extra a Aitana.
Ella la atrapó al vuelo.
Iván miró a ambos.
—Tenemos que movernos. Ahora.
Ortega se había refugiado detrás de una pared falsa, protegido por dos hombres armados