La noche era espesa como tinta. La cabaña quedó atrás, y el mundo se volvió un susurro de pasos, respiraciones contenidas y sombras en movimiento.
Iván lideraba el grupo, seguido por Aitana y Natalia. Tomás aguardaba en el perímetro con el vehículo encendido y listo para huir. En sus muñecas, los tres llevaban pulsos de vibración: comunicación silenciosa. Una pulsación corta: alto. Dos rápidas: peligro. Tres prolongadas: ejecutar plan.
El viejo taller mecánico se alzaba entre ruinas cubiertas de vegetación. Era un lugar olvidado, pero no inofensivo. Natalia abrió el portón oxidado con una palanca y los guió entre escombros.
—Aquí —susurró, removiendo un panel metálico cubierto de tierra—. La entrada.
Una trampilla circular y antigua se abrió con un chillido ahogado. Un olor a humedad y polvo viejo les golpeó de inmediato. Iván bajó primero. Luego Aitana. Natalia cerró tras ellos.
El túnel era estrecho, de piedra y concreto rajado. Solo se escuchaban sus pasos, los latidos del corazón