La lluvia había cesado. Solo quedaban las gotas deslizándose por las ventanas y el eco lejano de truenos disipándose en el horizonte.
Aitana terminaba de colocarse la camiseta de Iván cuando Natalia entró con una taza de café y la dejó sobre la mesa con más fuerza de la necesaria.
—¿Dulce? —preguntó, sin mirarla realmente.
—Ya tengo suficiente dulzura —respondió Aitana, sin sonreír.
Natalia alzó una ceja, esa misma ceja que Iván levantaba cuando algo lo divertía, o lo ponía alerta.
—Sabes, nunca imaginé que mi hermano terminaría arriesgándolo todo por una cara bonita.
Aitana sostuvo la mirada. No era una batalla física, pero sí una guerra de silencios, de insinuaciones, de poder.
—No soy solo una cara bonita —dijo, calmada—. Pregúntale tú misma.
Natalia apretó los labios. Se acercó, despacio, como un felino midiendo a su rival.
—¿Lo amas?
La pregunta quedó suspendida, flotando entre las dos mujeres. Aitana no parpadeó.
—Sí. ¿Y tú? ¿Lo sigues queriendo como una hermana… o como una sold