La cabaña estaba en medio de la nada, oculta entre los árboles de un bosque que olía a humedad, tierra mojada y silencio. Era uno de los antiguos refugios de Iván, un sitio donde, por unas horas, el mundo parecía no existir.
La lluvia golpeaba el techo de madera como un mantra. Aitana se sentó en la cama con una manta sobre los hombros, los dedos aún temblorosos por la adrenalina de la huida. Iván preparaba algo caliente en la pequeña cocina.
—¿Cuánto tiempo tenemos? —preguntó ella.
—Con suerte, unas horas —respondió él sin mirarla, pero su tono era suave, casi tierno—. Tomás llegará en cuanto se asegure de que no lo siguen.
Aitana lo observó. Estaba herido, un corte en el brazo derecho sangraba lentamente. Pero él seguía en pie, fuerte, contenido. El mismo hombre que la había desarmado con una mirada… y ahora la protegía con la vida.
—Ven, déjame ver eso.
Iván no discutió. Se sentó a su lado mientras ella limpiaba la herida con cuidado. Él la observaba, con esa intensidad que siempre