Tomás apoyó las manos sobre la vieja mesa de guerra del refugio abandonado en las afueras de la ciudad. Mapas, pantallas, transmisiones interceptadas. Las coordenadas que el enemigo acababa de filtrar no eran un simple anzuelo: era una declaración de guerra.
—Ya cayó Natalia —dijo Ana, su especialista en comunicaciones, con voz apagada—. El rastreador se detuvo. Está en su red.
Tomás apretó la mandíbula.
—¿Y Aitana e Iván?
—Siguen en movimiento. Están cerca del núcleo subterráneo… pero si suben, caerán directo en la trampa.
Tomás se pasó una mano por el cabello. El rostro serio, los ojos cargados de culpa. Él sabía que esta misión estaba maldita desde el principio. Pero Natalia era su hermana de armas. Su familia.
Y nadie tocaba a su gente sin pagar.
—Convoca al equipo beta —ordenó—. Quiero cinco hombres, sin ruido. Entramos por el conducto norte. Ese que Natalia y yo dejamos activo hace años. No está en sus registros.
—¿Y si nos interceptan?
—Entonces improvisamos. Pero no vamos por