El humo aún no se disipaba cuando Tomás cruzó la puerta destruida. El aire estaba cargado de electricidad y metal quemado. Del otro lado, un corredor amplio, blindado, con pisos brillantes que reflejaban las sombras como cuchillas.
—Zona central de seguridad —dijo Ana, escaneando con su visor—. Están esperándonos.
Como si sus palabras fueran una orden, las luces comenzaron a parpadear. Y luego… un pitido agudo.
Tomás levantó el puño, y todos se agacharon justo antes de que una ráfaga de metralla automática emergiera desde los muros. Dos segundos de fuego implacable. Después, silencio.
—Sensores activados por presencia. Siguen con juegos viejos —gruñó Tomás.
—¿Desactivamos? —preguntó el especialista.
—No. Que sigan creyendo que controlan el tablero.
Avanzaron rápido. Precisión quirúrgica. Dos enemigos en el pasillo: abatidos sin una palabra. Uno intentó activar una alarma. Ana le disparó directo al brazo y luego a la garganta. Cero margen. Cero remordimiento.
El equipo llegó al núcleo