La luz del amanecer se filtraba por las cortinas de seda cuando abrí los ojos. El espacio vacío a mi lado en la cama me recordó que Adrián había salido temprano, como solía hacer últimamente. Me incorporé lentamente, sintiendo el peso de los acontecimientos recientes sobre mis hombros. La imagen de mi esposo, aquel hombre que creía conocer, se había transformado ante mis ojos en algo irreconocible.
Bajé a desayunar envuelta en mi bata de seda. La mansión parecía más grande, más fría cuando él no estaba. Tomé un café en la terraza, observando el jardín impecable que rodeaba nuestra propiedad. Una jaula dorada, pensé, hermosa pero impenetrable.
El sonido de la puerta principal me sobresaltó. No lo esperaba tan temprano. Sus pasos firmes resonaron en el mármol del vestíbulo, acercándose con determinación. Cuando apareció en el umbral de la terraza, su rostro mostraba una serenidad inquietante.
—Buenos días, Elena —dijo con voz suave, pero sus ojos permanecían fríos, calculadores.
—Adrián