El silencio de la noche se había vuelto mi único confidente. Llevaba horas despierta, contemplando el techo de nuestra habitación mientras Adrián dormía a mi lado. Su respiración, profunda y acompasada, contrastaba con mi inquietud. Desde el incidente con aquel hombre en el restaurante, algo había cambiado entre nosotros. Ya no era solo miedo lo que sentía, sino una curiosidad morbosa que me carcomía por dentro.
Me levanté con sigilo, cuidando de no despertarlo. Necesitaba aire, espacio para pensar. El reloj marcaba las tres de la madrugada cuando escuché un ruido proveniente del estudio. Adrián ya no estaba en la cama.
Bajé las escaleras descalza, siguiendo el haz de luz que se filtraba por debajo de la puerta del estudio. Voces masculinas, tensas y contenidas, llegaban hasta mí. Me acerqué con cautela, pegando mi oído a la madera.
—No me interesa cómo lo resuelvas, pero necesito que desaparezca —la voz de Adrián sonaba fría, calculadora, tan distinta a la que usaba conmigo—. Si vuel