Los copos de nieve caen como secretos susurrados, lentos y silenciosos tras el cristal. Elena observa su danza hipnótica mientras sostiene entre sus manos una taza de porcelana que humea. El calor se filtra a través de la cerámica hasta sus dedos, recordándole que está viva, que esto es real. Quince años después, todavía hay momentos en que necesita ese recordatorio.
La cabaña en los Alpes suizos es su refugio, su fortaleza de madera y piedra. Nada que ver con aquella mansión de mármol frío donde una vez fue prisionera, donde aprendió a amar a quien debía temer. Aquí, el fuego de la chimenea crepita con una promesa diferente: la de un hogar, no la de la destrucción.
Desde la ventana puede ver el valle nevado, los abetos cargados de blanco, y más allá, las montañas imponentes que los protegen del mundo. O quizás, piensa a veces, protegen al mundo de ellos.
—¡Mamá! ¡Lucas ha vuelto a esconder mi bufanda!
La voz de Sofía, su hija de quince años, rompe la quietud. Elena sonríe sin apartar