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ECOS DE UNA PROMESA ROTA

El amanecer se filtra entre las cortinas de seda, dibujando patrones sobre el mármol pulido. Abro los ojos lentamente, desorientada por un instante. Esta no es mi habitación. Este no es mi hogar. Las sábanas de algodón egipcio se sienten frías contra mi piel, a pesar de su suavidad exquisita.

La mansión de Adrián —nuestra mansión ahora— se alza imponente en las afueras de la ciudad. Una fortaleza moderna de cristal y acero que parece desafiar a la naturaleza misma con su perfección arquitectónica. Tres días han pasado desde que crucé este umbral como su esposa. Tres días en los que he vagado como un fantasma por pasillos interminables, habitaciones demasiado grandes y espacios que parecen diseñados para intimidar más que para acoger.

Me incorporo lentamente. La cama king size hace que me sienta diminuta, perdida en un océano de lujo. Adrián ya no está. Nunca está cuando despierto. Se esfuma con las primeras luces, dejando solo el fantasma de su perfume en la almohada contigua.

Mis pies descalzos tocan el suelo frío. Camino hasta el ventanal que ocupa toda la pared este de la habitación. Desde aquí, la ciudad parece un juguete lejano, algo que se puede poseer con solo extender la mano. ¿Es así como Adrián ve el mundo? ¿Como algo que simplemente puede tomar?

El reflejo en el cristal me devuelve una imagen que apenas reconozco. Estoy más delgada, con sombras bajo los ojos que el maquillaje ya no logra disimular. Pero hay algo más, algo en mi mirada que ha cambiado. Una dureza, quizás. O tal vez es solo el miedo disfrazado de fortaleza.

—Lucía —susurro, y el nombre de mi hermana parece flotar en el aire como una acusación.

Cierro los ojos y su rostro aparece con dolorosa claridad. Su sonrisa cansada en aquella cama de hospital, sus dedos huesudos aferrándose a los míos con una fuerza que desmentía su estado.

"Prométeme que descubrirás la verdad, Elena," me había dicho con voz quebrada. "Adrián Montero no es quien dice ser. Lo que le pasó a Carlos... lo que me está pasando a mí... no son coincidencias."

Recuerdo cómo había negado con la cabeza, incapaz de creer que el hombre que me cortejaba con tanta devoción pudiera estar relacionado con la enfermedad de mi hermana o la desaparición de su esposo.

"Prométemelo," había insistido, con una lucidez feroz en sus ojos hundidos. "Acércate a él. Descubre quién es realmente. Hazlo por mí, por Carlos... por ti misma."

Y yo, destrozada por el dolor, había asentido. Una promesa susurrada entre lágrimas que ahora pesa como una losa sobre mis hombros.

Tres semanas después, Lucía falleció. Dos meses más tarde, acepté la primera invitación a cenar de Adrián. Seis meses después, caminaba hacia el altar.

Un plan perfecto. Un sacrificio necesario. Una infiltración calculada en la vida del hombre que, según mi hermana, había destruido la suya.

Pero algo salió mal. Algo que no había previsto.

Me atraía. Dios mío, cómo me atraía.

No era solo su físico impecable o su fortuna. Era algo más primitivo, más peligroso. La forma en que sus ojos parecían desnudar mi alma. La manera en que sus manos, capaces de tanta crueldad según las sospechas de Lucía, me tocaban con una delicadeza que me desarmaba.

Me alejo del ventanal y me dirijo al vestidor. Otro espacio desmesurado, lleno de prendas que Adrián ha seleccionado personalmente. Vestidos, zapatos, joyas... todo elegido con un gusto exquisito y una precisión inquietante. Como si hubiera estudiado cada centímetro de mi cuerpo, cada tono que favorece mi piel.

Escojo un vestido sencillo, lo más discreto que encuentro entre tanto lujo ostentoso. Mientras me visto, repaso mentalmente mi plan. Tres meses. Me había dado tres meses para encontrar pruebas, para descubrir qué había detrás de la fachada perfecta de Adrián Montero.

Pero cada día que pasa, la línea entre mi misión y mis sentimientos se vuelve más difusa. Cada noche en sus brazos, cada secreto compartido en la oscuridad, cada caricia... todo conspira para hacerme olvidar por qué estoy realmente aquí.

Bajo las escaleras de mármol con cuidado, mis pasos resonando en el silencio opresivo de la mansión. El personal de servicio se mueve como sombras eficientes, apareciendo solo cuando se les necesita, desapareciendo al instante siguiente. Me pregunto cuántos secretos guardan, cuánto saben realmente sobre su empleador.

Lo encuentro en la terraza, de espaldas a mí. Su figura recortada contra el horizonte parece la de un emperador contemplando sus dominios. El traje a medida, negro como sus intenciones, se ajusta a su cuerpo con precisión milimétrica. Sostiene una taza de café en una mano y su teléfono en la otra.

Me detengo en el umbral, observándolo sin que él lo note. Este es el hombre que, según Lucía, orquestó la ruina de su esposo y posiblemente su enfermedad. Este es el hombre que me mira como si fuera la única mujer en el mundo. Este es el hombre cuyo toque me hace olvidar hasta mi propio nombre.

Como si sintiera el peso de mi mirada, Adrián se gira lentamente. Sus ojos, de ese verde imposible, se clavan en los míos con una intensidad que me deja sin aliento. Una sonrisa lenta, casi depredadora, se dibuja en sus labios.

—Buenos días, esposa mía —dice, y su voz acaricia cada sílaba como si fuera un secreto compartido.

Me quedo inmóvil, atrapada entre el deber hacia mi hermana muerta y el deseo que este hombre despierta en mí. Y mientras sostengo su mirada, una pregunta me atenaza el corazón: ¿puede ver a través de mí? ¿Puede leer en mi alma la traición que planeo, la promesa que intento cumplir?

Porque si es así, si Adrián Montero puede ver más allá de mi fachada como yo intento ver más allá de la suya, entonces ya estoy perdida.

  

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