El silencio que siguió a las palabras de Adrián parecía tener peso propio. Elena podía sentirlo presionando contra su pecho, dificultándole la respiración mientras contemplaba la puerta abierta frente a ella. Una simple puerta de madera tallada que durante tanto tiempo había representado un límite infranqueable, una frontera entre su cautiverio y la libertad.
—Puedes irte —repitió Adrián, su voz desprovista de la habitual autoridad que la caracterizaba—. No voy a detenerte.
Elena permaneció inmóvil, con los dedos aferrándose al borde de la mesa del comedor donde habían estado cenando minutos antes. La vajilla de porcelana fina reflejaba la luz tenue de las velas, creando pequeños destellos dorados que contrastaban con la oscuridad que parecía emanar de los ojos de su esposo.
—¿Por qué ahora? —preguntó finalmente, su voz apenas un susurro.
Adrián se pasó una mano por el rostro, un gesto tan humano, tan vulnerable, que por un momento Elena casi olvidó todo lo que sabía sobre él. Casi.
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