El agua caliente caía sobre mi cuerpo, pero no lograba lavar la sensación de sus manos sobre mi piel, ni borrar las imágenes que se repetían en mi mente como una película de terror. Habían pasado tres días desde que vi a Adrián convertirse en alguien que no reconocía, tres días desde que presencié cómo sus nudillos se manchaban con la sangre de aquel hombre en el estacionamiento. Tres días intentando convencerme de que había una explicación razonable.
Cerré la llave y me envolví en una toalla. El espejo empañado me devolvía una imagen borrosa, igual que mis pensamientos. ¿Quién era realmente el hombre con el que me había casado?
Podría hacer una maleta ahora mismo. Tomar el dinero de emergencia que guardaba en el fondo de mi cajón de ropa interior, llamar a un taxi y desaparecer. Nadie me culparía por huir de un hombre capaz de tal violencia. Nadie excepto yo misma.
Porque algo más profundo que el miedo me mantenía atada a esta casa, a él. Una fuerza inexplicable que me hacía dudar de mis propios instintos de supervivencia.
—¿Elena? —su voz atravesó la puerta del baño—. ¿Estás bien? Llevas mucho tiempo ahí dentro.
Su tono era suave, preocupado. El mismo tono que usaba cuando me traía café a la cama por las mañanas o cuando me abrazaba después de hacer el amor.
—Sí, ya salgo —respondí, odiando el temblor en mi voz.
Al abrir la puerta, Adrián estaba ahí, apoyado contra el marco. Sus ojos recorrieron mi cuerpo envuelto en la toalla con una intensidad que me hizo estremecer. No era lujuria lo que veía en ellos, sino algo más primitivo: posesión.
—Te he preparado el desayuno —dijo, extendiendo su mano para acariciar mi mejilla húmeda—. Debes alimentarte bien.
Durante los días siguientes, noté cómo su comportamiento cambiaba sutilmente. Adrián nunca mencionó el incidente, pero su presencia se volvió más constante, más asfixiante. Llamaba tres veces al día si estaba en el trabajo. Aparecía inesperadamente en mis almuerzos con amigas. Incluso había instalado un nuevo sistema de seguridad en la casa, con cámaras que podía monitorear desde su teléfono.
—Es por tu protección —me explicó cuando lo cuestioné—. El mundo está lleno de peligros, Elena. No permitiré que nada te lastime.
La ironía de sus palabras no me pasó desapercibida. El único peligro real en mi vida parecía ser él.
Una semana después, mientras cenábamos en silencio, decidí romper la burbuja de normalidad que habíamos construido.
—¿Quién era ese hombre, Adrián? —pregunté, dejando mi tenedor sobre el plato—. El del estacionamiento.
Su mano se detuvo a medio camino hacia su copa de vino. Por un instante, vi un destello de algo oscuro cruzar su mirada antes de que su rostro volviera a la máscara de serenidad que siempre portaba.
—Alguien que representaba una amenaza —respondió con naturalidad, como si hablara del clima—. No tienes que preocuparte por eso.
—¿Una amenaza para quién? ¿Para ti? ¿Para mí? —insistí, sintiendo cómo mi corazón se aceleraba—. Lo que vi... lo que hiciste...
—Lo que viste fue a un hombre protegiendo lo que es suyo —me interrumpió, su voz adquiriendo un filo peligroso—. Todo lo que hago, Elena, absolutamente todo, es por nosotros.
Me levanté bruscamente, incapaz de seguir sentada frente a él.
—¿Nosotros? ¿O tú? Porque desde que nos casamos, siento que vivo en una jaula dorada. Tus llamadas constantes, tus "sorpresas" que solo sirven para vigilarme, tus amigos que parecen más guardaespaldas que personas...
Adrián se levantó también, y en tres zancadas estaba frente a mí. Su altura me obligó a levantar la cabeza para mantener el contacto visual, un recordatorio físico del desequilibrio de poder entre nosotros.
—¿Crees que no sé lo que estás pensando? —susurró, acorralándome contra la pared—. ¿Que no veo cómo calculas distancias, cómo observas puertas y ventanas?
Su cuerpo estaba tan cerca que podía sentir el calor emanando de él, su aliento mezclándose con el mío.
—No puedes escapar de mí, Elena —murmuró, sus labios rozando mi oído—. No querrás hacerlo.
Sus palabras deberían haberme aterrorizado. Deberían haber confirmado todos mis miedos y empujado mi instinto de supervivencia al límite. Pero en lugar de apartarme, sentí mi respiración acelerarse por razones que mi mente racional se negaba a aceptar.
Mis manos, que deberían haber estado empujándolo lejos, se aferraron a su camisa. El miedo y el deseo se entrelazaron en mi interior como serpientes gemelas, imposibles de separar.
—¿Qué me has hecho? —susurré, más para mí que para él.
Adrián sonrió, una sonrisa que no alcanzó sus ojos pero que iluminó su rostro con una belleza casi dolorosa.
—Lo mismo que tú a mí —respondió, antes de capturar mis labios en un beso que sabía a peligro y a promesas oscuras.
Y mientras me rendía a ese beso, una parte de mí comprendió con aterradora claridad que mi mayor miedo ya no era lo que Adrián pudiera hacerme, sino lo que yo estaba dispuesta a aceptar por permanecer a su lado.