El silencio de la casa me resultaba asfixiante. Tres días habían pasado desde que descubrí aquellos documentos en el despacho de Adrián, tres días en los que había intentado mantener las apariencias mientras mi mente trabajaba sin descanso. Cada sonrisa que le dedicaba escondía un temblor, cada beso de buenos días me dejaba un sabor amargo.
Me miré en el espejo del tocador mientras cepillaba mi cabello. La mujer que me devolvía la mirada tenía ojeras pronunciadas y una palidez enfermiza. ¿Cómo podía seguir compartiendo cama con un hombre al que ya no reconocía? Y sin embargo, cuando sus manos me buscaban en la oscuridad, mi cuerpo respondía con una traición que mi mente no lograba controlar.
—¿Elena? —la voz de Adrián resonó desde el pasillo—. Tengo que salir. Una reunión de emergencia.
Me giré justo cuando entraba a la habitación. Llevaba un traje gris oscuro que resaltaba el verde de sus ojos, ese verde que ahora me parecía más frío, más calculador.
—¿Volverás para cenar? —pregunté, intentando que mi voz sonara normal.
Se acercó y depositó un beso en mi frente. Su perfume me envolvió, despertando sensaciones que intentaba reprimir.
—No me esperes despierta —respondió, acariciando mi mejilla con el pulgar—. Podría alargarse.
Cuando la puerta principal se cerró, sentí que podía respirar de nuevo. Necesitaba espacio, tiempo para pensar. Tomé mi teléfono, dudando si llamar a mi hermana. ¿Qué le diría? "Creo que mi esposo es un criminal". Sonaría ridículo, paranoico. Dejé el teléfono sobre la cama y bajé a la cocina.
La casa, con sus amplios ventanales y su decoración minimalista, ya no me parecía el refugio que había sido. Cada rincón escondía secretos, cada sombra podía ocultar algo siniestro. Preparé un té y me senté en el sofá del salón, observando cómo la tarde moría lentamente tras los cristales.
El sonido de un cristal rompiéndose me sobresaltó. Venía de la parte trasera de la casa. Me quedé inmóvil, con la taza a medio camino entre la mesa y mis labios. Podría ser cualquier cosa: el viento, un pájaro desorientado. Pero entonces escuché pasos, sigilosos pero inconfundibles.
No estaba sola.
El pánico me paralizó por un instante. Dejé la taza con cuidado y busqué mi teléfono, recordando demasiado tarde que lo había dejado en la habitación. Los pasos se acercaban. Me levanté despacio, buscando con la mirada algo que pudiera usar como arma. Mis ojos se posaron en un abrecartas de plata que Adrián guardaba en un cajón del mueble del salón.
Lo tomé justo cuando una sombra apareció en el umbral. Un hombre vestido completamente de negro, con pasamontañas, me observaba con ojos fríos. No estaba solo; detrás de él, otro hombre más corpulento escudriñaba la estancia.
—Señora Montero —dijo el primero, con una voz sorprendentemente educada—. No grite y nadie saldrá herido.
—¿Qué quieren? —logré articular, apretando el abrecartas en mi mano.
—Solo hablar con su esposo. Siéntese, por favor.
No me moví. El segundo hombre avanzó hacia mí y sentí que el miedo se transformaba en algo más primitivo: supervivencia. Cuando intentó agarrarme, reaccioné por instinto, lanzando un golpe con el abrecartas que apenas rozó su brazo.
Todo sucedió muy rápido después. El hombre me sujetó con fuerza, inmovilizándome contra la pared. Sentí su aliento caliente contra mi mejilla mientras susurraba:
—Eso no ha sido inteligente, señora.
Un ruido en la entrada principal nos sobresaltó a todos. La puerta se abrió y cerró con un golpe seco. Pasos firmes avanzaron por el pasillo.
—¿Elena? —la voz de Adrián sonaba tranquila, casi despreocupada.
Los intrusos intercambiaron miradas. El que me sujetaba aflojó ligeramente su agarre, momento que aproveché para gritar:
—¡Adrián, cuidado!
Lo que sucedió a continuación quedará grabado en mi memoria para siempre. Mi esposo apareció en el umbral, y al vernos, su expresión cambió. No fue miedo lo que vi en sus ojos, sino una calma gélida, calculadora. En un movimiento fluido, esquivó al primer hombre que se abalanzó sobre él y, con una precisión aterradora, le asestó un golpe en la garganta que lo dejó jadeando en el suelo.
El hombre que me sujetaba me soltó para enfrentarse a Adrián. Sacó una navaja de su bolsillo, pero mi esposo se movía como si hubiera ensayado esta escena mil veces. Esquivó la hoja una, dos veces, y luego, con un movimiento que apenas pude seguir, le rompió la muñeca y lo derribó con una patada en la rodilla.
El crujido del hueso al romperse me revolvió el estómago.
Adrián no se detuvo. Se acercó al primer hombre, que intentaba incorporarse, y con una frialdad que me heló la sangre, le propinó una serie de golpes metódicos, precisos, hasta dejarlo inconsciente.
Todo había terminado en menos de un minuto. Adrián se irguió, respirando apenas agitado, y me miró. Sus ojos, normalmente cálidos cuando se posaban en mí, ahora brillaban con algo salvaje, primitivo.
Se acercó lentamente, como si temiera asustarme más de lo que ya estaba. Se detuvo frente a mí, y con delicadeza, apartó un mechón de pelo de mi rostro.
—¿Estás herida? —preguntó, su voz un contraste con la violencia que acababa de desatar.
Negué con la cabeza, incapaz de articular palabra.
Adrián observó a los hombres inconscientes y luego volvió a mirarme. Una sonrisa amarga se dibujó en sus labios mientras se limpiaba un rastro de sangre de los nudillos.
—¿Sigues viéndome como tu esposo perfecto? —preguntó, con un tono que mezclaba desafío y vulnerabilidad.
Debería estar horrorizada. Debería temer al hombre que tenía delante, capaz de tal violencia controlada. Pero mientras lo observaba, con su traje impecable manchado de sangre y esa mirada salvaje que poco a poco volvía a la normalidad, sentí algo más que miedo.
Era fascinación. Era deseo. Era la certeza de que el hombre con el que me había casado era mucho más de lo que aparentaba, para bien o para mal.
Y lo más perturbador de todo: no podía dejar de mirarlo.