Episodio 2

El amanecer del día de su boda llegó envuelto en una luz dorada que entraba por la ventana de Danna como una bendición. Por un instante, mientras abría los ojos, no recordó qué día era. Pero luego vio el vestido colgado en la puerta del armario, bailando suavemente con la brisa… y su corazón comenzó a galopar.

Hoy.

Hoy se casaba con Tom.

Se sentó en la cama con las manos sobre el pecho, tratando de controlar el temblor leve que la invadía. No era miedo, no… era emoción pura, casi infantil. Una mezcla de nervios y felicidad que la hacía sentir más viva que nunca.

—¡Danna! —la voz de su madre subió por las escaleras, cálida y eufórica—. ¿Ya despertaste, mi amor?

—¡Sí, mamá! —respondió ella, sonriendo sola en su habitación.

En minutos, el cuarto se llenó de vida. Su madre entró con una bandeja de desayuno —panecillos calientes, fresas y jugo de naranja— como si la novia fuera demasiado frágil para moverse. Lucía y Valeria llegaron apenas media hora después, cargando bolsas, maquillaje, planchas de cabello y un arsenal de accesorios.

—Hoy te volvemos princesa —anunció Lucía, dejando caer sus cosas sobre la cama.

—Más princesa aún —corrigió Valeria mientras cerraba la puerta con el pie.

La casa se convirtió en un nido de risas, pasos apresurados y cosquilleos de emoción. Afuera se escuchaban los autos pasar, pero dentro… dentro todo giraba alrededor de ella.

En cuanto se sentó frente al tocador, Valeria empezó a trabajar en su cabello. Tomó mechones suaves, los onduló en espirales perfectas y los recogió en un moño bajo que parecía hecho de pétalos. Lucía se encargó del maquillaje, aplicando tonos rosados y dorados que resaltaban la luz natural de sus ojos.

—Respira —ordenó Valeria con cariño mientras ajustaba un alfiler.

—Estoy respirando —respondió Danna, aunque claramente no mucho.

—No, estás a punto de hiperventilar —se burló Lucía—. ¿Qué, Tom te da miedo?

—Por favor —rió Danna, rodando los ojos—. Si es el hombre más dulce del mundo.

Y lo creía. Con cada fibra de su alma lo creía.

Lucía le pasó un labial rosa suave.

—Listo. Mírate.

Danna levantó la vista al espejo… y casi se quedó sin aliento.

Era ella, sí. Pero una versión suya que parecía sacada de un sueño. Una versión pulida, radiante, vestida de esperanza.

—Estás preciosa, amiga —susurró Valeria, con los ojos brillosos.

—Mucho más que preciosa —añadió su madre desde la puerta—. Estás resplandeciente.

Danna sintió un nudo dulce en la garganta.

Cuando llegó el momento de ponerse el vestido, todas quedaron en silencio. No por solemnidad, sino por la belleza del ritual. El encaje blanco se deslizó sobre su piel como agua fría. La falda se acomodó en suaves ondas, ligera pero majestuosa. El escote en forma de corazón hacía que su respiración temblara, y la espalda descubierta… casi la hizo llorar.

Lucía subió el cierre con manos suaves.

Valeria acomodó las perlas.

Su madre aseguró el velo, dejándolo caer como un suspiro de tul sobre sus hombros.

—Danna… —murmuró su madre, llevándose la mano al pecho—. Eres la novia más hermosa que he visto en mi vida.

Danna respiró hondo, sintiendo cómo el mundo entero se detenía. Era real. Todo era real.

Hoy sería la esposa de Tom.

El auto blanco llegó a recogerlas poco antes del mediodía. Danna se sentó en el asiento trasero, con el ramo de peonías y rosas en tonos crema y champaña sobre las manos. El perfume de las flores se mezclaba con el olor a encaje nuevo, provocando un mareo suave que no tenía nada que ver con malestar.

Era felicidad.

Cuando llegaron a la iglesia, Danna sintió que el corazón se le detenía por un segundo. La fachada estaba adornada con arcos de flores blancas, cintas marfil y pequeñas luces que brillaban incluso bajo el sol. Había invitados entrando, saludando, sonriendo. Todo parecía sacado de un cuento.

—¿Lista? —preguntó su padre mientras tomaba su brazo.

Danna asintió, aunque las manos le temblaban.

Cuando las puertas de la iglesia se abrieron, un murmullo suave recorrió a los invitados. Las notas del piano se elevaron, dulces y suaves, mientras ella avanzaba por el pasillo.

Y al final, esperándola…

Tom.

Vestido de traje negro impecable, con una rosa blanca en la solapa. Su mirada se iluminó al verla, sus labios se abrieron en una sonrisa que desarmaba, y sus ojos… sus ojos parecían prometerle un universo entero.

Danna sintió que sus piernas dejaban de pesar.

Sentía que caminaba hacia su destino.

Hacia un futuro perfecto.

Los votos fueron pronunciados con voces firmes.

Los anillos resbalaron en sus dedos con un brillo eterno.

Y cuando Tom la besó, la iglesia entera estalló en aplausos.

Era oficial.

Era su esposa.

Y él era su esposo.

Todo era luz, música y alegría.

Nadie, ni siquiera Danna, podría haber imaginado que aquella sonrisa dulce que Tom le dedicó al levantarla en brazos para salir de la iglesia, sería un recuerdo que con los años le dolería más que cualquier herida física.

Pero ese día…

Ese día solo existía la felicidad.

La clase de felicidad que hace que el corazón ignore las sombras.

La clase de felicidad que hace que una mujer diga "sí" sin saber que acaba de cerrar la puerta de una jaula.

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