Mundo ficciónIniciar sesiónEl sol comenzaba a descender cuando Danna se despidió de sus amigas en la entrada del restaurante. El aire fresco de la tarde le rozó los hombros descubiertos mientras abrazaba primero a Lucía y luego a Valeria, ambas todavía emocionadas por todo lo que habían vivido durante el día.
—Nos vemos el sábado para la prueba del peinado —recordó Valeria, agitando la mano con la sonrisa de alguien que disfruta cada segundo del proceso. —Y no olvides enviarnos fotos del vestido cuando te lo ajusten —añadió Lucía, guiñándole un ojo. —Prometido —respondió Danna, subiendo al taxi que había pedido minutos antes. El vehículo arrancó suavemente, dejando atrás el bullicio de la ciudad mientras ella apoyaba la frente contra la ventana. Observó la calle pasar: luces encendiéndose, parejas caminando tomadas de la mano, niños corriendo detrás de una pelota. Todo parecía perfecto. Casi demasiado perfecto. Aun así, una calidez genuina se asentó en su pecho. El día había sido especial. De esos que se guardan para siempre. El vestido, la cata, las risas… la ilusión de una vida nueva. La ilusión de un futuro con Tom. Cuando el taxi se detuvo frente a su casa, Danna pagó la tarifa y bajó. La brisa olía a jazmín por los arbustos que su madre cuidaba en la entrada. Las luces del porche estaban encendidas, y desde adentro se escuchaban voces. Voces familiares… y una que no esperaba a esa hora. Tom. Frunció el ceño, sorprendida pero no incómoda. No le había dicho que volvería tarde, pero tampoco muy tarde. Tal vez quiso saludar a sus padres, o quizá simplemente pasar el tiempo mientras ella regresaba. Cruzó el pequeño jardín y empujó la puerta con suavidad. —¡Estoy en casa! —anunció, dejando su bolso sobre la mesa de la entrada. Desde la sala, la risa profunda de su padre retumbó como si llevaran rato conversando. Al entrar, vio la escena completa: Tom, sentado en el sillón principal, hablando animadamente con su papá sobre fútbol; su madre servía jugo natural en vasos altos; y su hermano mayor, Marcelo, estaba recostado en el sofá, con actitud ligeramente vigilante pero sin perder la calma. —¡Danna! —exclamó su madre—. Justo estábamos hablando de ti. Tom se puso de pie de inmediato al verla, como si su presencia iluminara la habitación. —Hola, amor —dijo con esa sonrisa que siempre lograba desarmarla. Danna sintió que el corazón le daba un salto suave. Caminó hacia él y Tom la tomó de las manos, dándole un beso en la frente. —¿Cómo te fue en la prueba del vestido? —Perfecto, fue... fue hermoso —respondió, con un brillo en los ojos que no pudo ocultar. —Tu mamá ya nos adelantó que te veías preciosa —comentó su padre, guiñándole un ojo. Danna miró a su madre, quien sonreía como si estuviera viviendo la boda de su propia hija desde hace años. —¿Y tú qué haces aquí? —preguntó Danna, curiosa pero contenta. Tom volvió a sonreír. —Pasé a saludar. Tu mamá me invitó a tomar algo, y tu papá empezó a contar historias de cuando eras niña... —la miró con ternura burlona—. Me enseñaron fotos tuyas toda despeinada. —¡Papá! —protestó ella entre risas. —Así te conoció, ¿no? Natural —respondió su padre encogiéndose de hombros. Marcelo se incorporó un poco, mirando a Tom con ese gesto protector que llevaba años practicando. —¿Entonces ya probaron el menú de la boda? —preguntó él. —Sí, y creo que encontramos el plato principal. Ese risotto… no tienen idea —contestó Danna, llevándose una mano al pecho como si recordarlo fuera una experiencia espiritual. Tom le apretó suavemente los dedos. —Me alegra que te haya gustado. Quiero que cada detalle sea perfecto para ti. Sus palabras cayeron en la sala como un suave manto de dulzura. Su madre suspiró emocionada. Su padre asintió, satisfecho. Y Marcelo… bueno, Marcelo siguió observando con la misma seriedad de siempre, aunque menos tenso. Danna se sentó junto a Tom, sintiendo su presencia cálida, protectora, segura. Él era correcto, educado, amable. Su familia lo adoraba. Y ella también. —¿Quieres un jugo, mi amor? —preguntó su madre. —Sí, gracias, mamá. Mientras ella iba a servirlo, Tom volvió a hablar con su padre sobre la boda, los preparativos y un par de anécdotas del trabajo —nada fuera de lo común. Conversaba con naturalidad, sin ningún gesto extraño. Danna lo miraba de reojo a veces, pensando en lo afortunada que era. Su familia y su futuro esposo llevándose de maravilla. La casa llena de luz. La sensación de que todo iba por el camino correcto. Danna no sabía —no podía saber— que esas mismas paredes que ahora contenían risas, un día guardarían silencios tan densos que sería difícil respirar. Tampoco podía imaginar que esa sonrisa dulce que Tom le dedicaba se transformaría con el tiempo en algo mucho más oscuro. Pero esa noche… no había sombras. Solo calidez. Solo ilusión. Solo el amor que creía indestructible. Cuando Tom se levantó para despedirse, Danna lo acompañó hasta la puerta. Él le rozó la mejilla con los dedos. —Ojalá pudieras venir conmigo —dijo, con voz suave. —Falta poco para eso —sonrió ella. Tom bajó la mirada hacia sus labios, luego volvió a su rostro como si le costara dejarla ir. —Te amo, Danna. —Y yo a ti. Entonces él se marchó, dejando atrás el eco de una vida que aún parecía perfecta… una vida que estaba a punto de cambiar para siempre.






