El camino de regreso fue un infierno silencioso.
Tom conducía con el ceño fruncido, una vena pulsando en su cuello y los nudillos blancos del agarre que tenía en el volante. Cada semáforo parecía tensar la atmósfera, cada giro hacía que la respiración de Danna se volviera más corta. Sabía reconocer ese tipo de tensión…
el tipo que anunciaba una tormenta.
Nadie hablaría primero.
Cualquier palabra mal dicha podía ser dinamita.
Cuando llegaron a casa y Tom cerró la puerta con fuerza, Danna sintió que el corazón se le subía al cuello. Él dejó las llaves sobre la mesa con un golpe seco y se quedó de espaldas a ella, respirando cargado, conteniéndose.
Danna decidió enfrentar lo inevitable.
—Tom… —su voz salió más frágil de lo que quería.
Él se dio la vuelta despacio. Sus ojos estaban oscuros, inquietantes.
—¿Qué, Danna? —respondió con un tono que pretendía calma, pero las vibraciones de enojo eran evidentes.
Ella tragó saliva.
—No debiste hacer lo que hiciste en el restaurante. No había raz