La mañana se deslizó con una calma rara, de esas que mienten sin esfuerzo. La luz blanca entraba por las ventanas como si quisiera blanquearlo todo: la mesa con migas de ayer, el libro abierto en la página marcada, la taza que nadie había levantado. Parecía una mañana cualquiera, salvo por el detalle de que Lena no pertenecía a ninguna mañana. Seguía sentada con la sudadera de anoche, el cabello enredado, los ojos con ese peso que no es sueño sino insistencia. El café se había quedado frío hacía horas, pero no lo movía: era como un testigo de que algo había pasado, de que algo seguía pasando.
Ana entró descalza, arrastrando las pantuflas, el celular preso entre los dedos y el gesto de quien ya sabe la respuesta pero igual pregunta.
—No dormiste nada.
Lena negó con la cabeza. El costado ardía otra vez, no como una herida abierta, sino como un sello vivo. No necesitaba mirarlo: el cuerpo recordaba solo.
Ana puso agua a calentar y se sentó frente a ella. La cocina olía a detergente, a pa