La mesa conservaba los restos del asalto: platos sin recoger, copas a medio morir, el olor tibio de la pasta hecha piedra. Javier juntó los cubiertos con el gesto automático de siempre, pero esa noche el aire tenía otra densidad, más espeso, como si también él hubiera decidido quedarse callado.
Lena no había comido nada; empujó la comida de un lado a otro, haciendo el teatro del tenedor.
—¿Sabes qué pienso? —soltó Javier, quebrando el silencio mientras dejaba los platos en el fregadero. No alzó la voz; no hacía falta. Venía con un filo que a ella le heló la espalda—. Que últimamente cenar contigo es como cenar con una desconocida.
Lena levantó los ojos despacio. Había aprendido a esquivar esas frases con sonrisas de compromiso o con un “estoy cansada” dicho al tanteo, pero esa noche no le salió. No tenía máscara. Solo un nudo que no pasaba.
—No es eso, Javier… —murmuró.
—Entonces, ¿qué es? —Él se giró, las manos clavadas en el mármol de la encimera—. No me digas “cansancio”, no cuela.