Elías no recordaba haber apagado las luces de la oficina. A veces las noches en la torre parecían devorar la memoria, y aquella no era la excepción. La ciudad titilaba detrás del ventanal en un enjambre de neones, indiferente a las batallas invisibles que se libraban entre esos muros. El vaso de whisky sobre la mesa estaba a medio terminar, el hielo ya disuelto; el olor a licor rancio flotaba como un recordatorio de que era demasiado tarde para dormir… y demasiado temprano para rendirse.
Se dejó caer en el sillón, exhalando cansancio. La piel le ardía en un punto preciso del costado, un dolor que no recordaba haberse causado. Apoyó la cabeza hacia atrás, intentando ordenar pensamientos que no encajaban entre sí: fragmentos de imágenes que no podían pertenecer al mismo mundo.
Entonces el silencio cambió.
Un zumbido bajo, como un murmullo de máquinas respirando más hondo, vibró en las paredes. El ambiente se volvió agrio, con un olor metálico, casi a sangre. Antes de que pudiera levanta