Lena amaneció con los ojos hinchados y la respiración entrecortada, como si toda la noche hubiese estado conteniendo un grito. La Marca en su costado seguía ahí, punzante, recordándole algo que no se cerraba porque no era una herida: era un llamado. Se incorporó despacio en el sillón de Ana, mientras la luz gris del amanecer se filtraba entre las cortinas, dividiendo la habitación en franjas de realidad fría y sombra.
Había olor a café recién hecho. No recordaba haberlo preparado. Últimamente, esa sensación de que algo invisible actuaba un segundo antes que ella —como si el mundo anticipara sus movimientos— se estaba volviendo inquietantemente normal. Fue a la cocina y tomó un vaso de agua. El frío del metal contra sus dedos fue un alivio breve, apenas suficiente para anclarla en lo tangible.
Ana apareció en el marco de la puerta, con el cabello recogido en un moño torpe y una sudadera tres tallas más grande. La observó unos segundos, como quien toma lectura de un sismógrafo humano.
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