Ana llevaba días con la misma cosquilla en la nuca. No era un presentimiento cualquiera, sino una alarma encendida que no se apagaba por más que intentara ignorarla. A Lena le pasaba algo. No hacía falta que nadie se lo dijera: lo veía en la forma en que su amiga se perdía a mitad de una conversación, en las sonrisas automáticas que se evaporaban al segundo siguiente, en esa sombra invisible que parecía acompañarla a todas partes.
Habían pasado apenas un par de días desde la convención. El recuerdo todavía se le metía entre los pensamientos cuando menos lo esperaba: Lena parada en medio de la sala, ausente, con la mirada fija en un punto que no existía. Ana le habló tres veces y apenas obtuvo un murmullo como respuesta. Fue un instante breve, pero dejó una marca. Si no la hubiera sacudido del brazo, quizá seguiría allí, suspendida, atrapada en un trance.
Ana conocía a Lena desde hacía demasiado tiempo como para confundirse. Había aprendido a leer sus microgestos, sus silencios, esos h