El suave resplandor del atardecer bañaba Costa Serena, pintando el cielo de tonos naranja y lavanda. La exitosa inauguración de Marea Alta había concluido, los primeros turistas de elite habían zarpado y regresado encantados, y solo quedaba el grupo más íntimo recogiendo los últimos detalles. La elegancia de la tarde daba paso a una serenidad íntima.
Fue entonces cuando una figura inesperada cruzó la playa hacia ellos. Esteban Brévenor, con su porte aún imponente pero con una expresión menos severa de lo habitual, se detuvo frente a Mauricio y Gabriel.
“Felicidades,” dijo, con una voz que no era cálida, pero sí respetuosa. “El proyecto es impecable. Han captado algo único.” Se volvió hacia la multitud que se dispersaba y, con un gesto casi imperceptible, indicó a los jóvenes que se alejaran un momento de los oídos curiosos.
Una vez a solas, continuó, su mirada fija en un punto entre ambos. “No puedo decir que apruebe su relación,” admitió con una franqueza que cortó el aire, “pe