Mundo ficciónIniciar sesiónAiden llegó justo a los diez minutos a ese hotel, era discreto, caro y anónimo. Las luces del pasillo tenían ese brillo ámbar que hacía que el tiempo se detuviera.
Rubí lo esperaba apoyada en el marco de la puerta, con un vestido negro ajustado, una copa de vino en la mano y una sonrisa que no prometía nada bueno.
Cuando Aiden apareció, su presencia llenó el aire.
Ella se acercó, deslizando una mano por el cuello de su camisa. —Creí que no vendría, señor White —susurró, fingiendo sorpresa, aunque sus ojos ya lo devoraban.
Él la miró con una calma peligrosa.
—No podría perderme un manjar como usted —respondió con voz grave, una mezcla entre burla y deseo reprimido.
Rubí soltó una risa leve, apenas un soplo. —¿Y eso qué significa? ¿Que hoy me probará… o que solo vino a mirarme?
Él se acercó hasta quedar lo bastante cerca para sentir su respiración. —Vine a recordar que sigo vivo. Nada más.
Hubo un silencio breve, en el que ambos midieron su terreno. Rubí alzó la mano y rozó el cuello de su camisa, desabrochando el primer botón. —Entonces permítame ayudarlo a recordarlo —susurró.
Aiden no se movió. La dejó hacer lo que ella mejor sabia fuera de su contrato actual con Andrea. Su mente, sin embargo, estaba en otro sitio: Andrea, la cena pendiente, la fidelidad que fingía conservar.
Rubí lo notó. Su voz bajó una octava. —Piensa en ella, ¿verdad? —preguntó con un tono entre celoso y provocador.
—Pienso —respondió él sin vacilar— en cómo la gente confunde el deseo con la debilidad.
Rubí lo miró con los ojos entrecerrados, como si acabara de descubrir el verdadero juego. —Entonces… ¿yo soy una debilidad o una herramienta?
Aiden se inclinó, tan cerca que sus labios rozaron su oído sin llegar a tocarlo. —Eres una consecuencia. ¡Una cena perdida!
Las palabras la estremecieron más que cualquier caricia. Aiden la sujetó por la cintura, y aunque el contacto fue intenso, su expresión siguió siendo la de un hombre que observa su reflejo sin reconocerse.
—Bebe de mí como si fuera tu última comunión... —dijo Aiden con un tono poético y sensual.
Se movía con ritmo de marea, cada ola más profunda que la anterior, mientras sus dedos acarician su mejilla con devoción casi religiosa.
Rubí estremecida y húmeda de sus pensamientos, recibía su ofrenda. Con párpados semicerrados. Tragando sus suspiros convertidos en néctar, dos almas fundiéndose en el altar de la piel del pecado clandestino.
La brisa nocturna acariciaba las cortinas transparentes, meciendo sus sombras desnudas como bailarinas antiguas. —Tu boca sabe a eternidad mojada... Se siente a marea que refresca en el calor del desierto. —murmuró luego de haberla conducido hacia la parte media de su cuerpo.
Aiden pintó con sus dedos el contorno de sus labios brillantes, marcando el territorio que acaba de consagrar con su esencia. ¡Que acababa de conquistar!
Rubí exhaló un suspiro que huele a perfume de almendras y promesas, su lengua capturando una gota rezagada en la apertura de su boca como si bebiera estrellas líquidas.
Sus respiraciones se sincronizaron con el crujir de los sonidos de afuera, dos cuerpos convertidos en un solo poema escrito con sudor y susurros.
La última gota de luna se deslizó por su cuello mientras él le cubrió los hombros con la sábana, como envolviendo un secreto precioso. —Guarda mi sabor bajo tu lengua hasta el amanecer... ¡O hasta que el mundo se acuerde de ti!
Sus dedos trazan el camino que su cuerpo recorrió, sellando cada memoria en la piel tibia de Rubí. Ella corrompida por el deseo y la codicia de ganar la fortuna prometida por Andrea, solo que… solo que ese encuentro fue clandestino y muy alejado del control de Andrea.
Ella sonríe con párpados pesados, sabiendo que esa noche ha aprendido a beber silencios de hombres y convertir orgasmos en versos. Al retirarse, deja un hilo de plata entre sus labios, un juramento corporal que brilla bajo las estrellas antes de romperse.
Los minutos se dilataron en la penumbra. Los cuerpos se buscaron sin ternura, solo con necesidad. Pero en medio de esa entrega calculada, Aiden no perdió el control. Cada gesto suyo era exacto, medido, sin espacio para la emoción. Rubí intentó leerle el rostro y no encontró nada.
Cuando el silencio regresó, ella se quedó mirándolo, desnuda y vulnerable. —¿Y ahora qué, Aiden? —murmuró—. ¿Será esta la única vez… o piensa seguir fingiendo que no siente nada?
Él se levantó despacio, volvió a abotonarse la camisa sin apartar la mirada de ella. —No me malinterpretes, Rubí. Esto no tiene que ver con sentir.
—¿Y con qué, entonces? —preguntó ella agitada y desencajada.
Aiden se detuvo frente a la ventana. La ciudad se extendía abajo, anónima, indiferente.
—Con poder. Con control. —Su voz era baja, casi filosófica—. El amor es un lujo que solo los débiles se permiten.
Ella lo observó con una mezcla de fascinación y enojo. —Entonces su esposa debe ser una mujer muy débil. —sonrió levemente con burla en sus labios húmedos aun destilando el hilo de plata.
Él giró lentamente. Su mirada fue un golpe de hielo. —Mi esposa es la única que sabe que el amor no existe, y aun así juega a creerlo. Eso la hace más peligrosa que tú.
Rubí sintió una punzada en el pecho, una herida de orgullo disfrazada de deseo. —¿Y yo qué podría ser para usted?
Aiden caminó hacia la puerta. —Una distracción bien ejecutada. Pero recuerda esto, Rubí: el hielo se derrite solo cuando uno olvida quién es. Y yo nunca olvido.
La dejó allí, envuelta en las sábanas y en su propia contradicción. Cuando la puerta se cerró, el perfume de Rubí quedó suspendido en el aire como una confesión sin destinatario.
Andrea desde su escritorio se encontraba desencajada, entre murmuraciones ella exclamó. —Las cláusulas fueron claras, mis queridas marionetas. Ninguna puede enamorarse. Ninguna puede quedarse con nada… porque todo será mío. —Su voz subió, vibrante, temblando entre la furia y el placer de sentirse dueña del destino de todos—. ¡Caerás, Aiden White! Y, ¿cuándo lo hagas? Tu imperio, tu fortuna, tus promesas perfectas… ¡Serán solo mías por fin!
El golpe resonó seco, cuando su mano azotó el escritorio. Los cristales de la lámpara vibraron. Su respiración era profunda, exaltada, casi febril. En ese instante, un sonido interrumpió su delirio: el leve crujir de la puerta abriéndose. Andrea giró con brusquedad.
La penumbra del pasillo se filtró en la habitación, delineando la silueta de un hombre alto, de hombros amplios, vestido de negro. Su rostro no mostró desconfianza; solo la voz, grave y cautelosa, rompió el silencio. —¿Todo bien, Andrea?
Ella lo observó por un segundo eterno, evaluando, sonriendo al reconocerlo entre las sombras. Su expresión cambió: del enojo a la calma, de la calma a la satisfacción. ¡De la satisfacción al deseo! —Todo perfecto —susurró con una sonrisa de medialuna—. ¡Tenemos una hora! —susurró con cautela.
El hombre avanzó, cerrando la puerta tras de sí. —¿Una hora? —repitió, acercándose a ella hasta quedar lo bastante cerca como para que su perfume se mezclara con el de ella.
Andrea tomó aire lentamente, con una sonrisa cómplice, venenosa. —Sí. Aiden está en camino… y tú sabes lo que eso significa.
El reloj marcó un nuevo minuto. La tensión flotó en el aire, densa, eléctrica. Andrea se inclinó sobre el escritorio, mientras la sombra del hombre la envolvía poco a poco. La puerta se cerró con un chasquido imperceptible. Solo el “silencio” del despacho conocía la verdad.







