El Silencio del Pecado

El reloj marcaba las horas tensas, cuando el motor del coche se apagó frente a la mansión. La noche, envuelta en neblina, se deslizaba entre los árboles del bosque que rodeaba la propiedad. Las luces del vestíbulo seguían encendidas.

Andrea lo esperaba. Siempre lo hacía. Aunque en esta ocasión en un horario fuera de lo normal o común para ambos.

Pero esa noche, su figura en la penumbra parecía distinta: más tensa, más expectante… como si su alma llevara horas ensayando una conversación que aún no sabía cómo terminaría.

Aiden cruzó el umbral con la serenidad de quien está acostumbrado a controlar cada detalle de su entorno. Su traje aún olía a perfume ajeno. ¡Rubí! Aunque lo había olvidado por completo en el momento en que subió al auto, esa fragancia persistía como una sombra.

Andrea lo percibió al instante, pero no dijo nada. Solo lo observó quitarse el saco, aflojar el nudo de la corbata, con esa calma que le irritaba porque era la calma del que siempre tiene el control. —Llegas tarde —dijo finalmente, con una sonrisa que no alcanzó a tocarle los ojos.

—Sí —respondió él, sin justificarse—. El tráfico fue un desastre, y tuve una reunión extra con un ejecutivo que podría firmar. Creo que finalmente encontré a alguien con quien podremos trabajar a largo plazo.

Andrea alzó una ceja, fingiendo desinterés mientras servía dos copas de vino. —¿Proveedor nuevo? ¿Y tan importante era la cena que te retrasó más de una hora?

—No fue una cena —corrigió él con voz firme, aceptando la copa—. Un café. Con una persona interesante.

Andrea bebió un sorbo y se recargó en la encimera de mármol. Su tono cambió, sutilmente inquisidor: —¿Interesante por qué? No te había escuchado decirlo de esa manera.

Aiden la miró por un instante. Esa era una de las cosas que más le gustaban y más le temían de Andrea: siempre sabía cuándo un adjetivo tenía un filo. —Porque trabaja con dignidad —dijo con firmeza—. Porque no necesita demostrar nada con palabras, ni con ropa, ni con gestos.

Andrea bajó la copa con cuidado. Sus uñas golpearon el cristal, un sonido seco, casi imperceptible. —Hablas como si estuvieras haciendo una comparación —susurró—. ¿Debería preocuparme? O es una simple casualidad de trabajo al que he sido ajena por años.

Aiden no respondió. Se limitó a dejar su copa sobre la mesa y caminar hacia ella con pasos firmes. —Te diré algo que me ha estado molestando —dijo con la voz baja, casi grave—. Tu recomendación de la nueva secretaria… Marlene, ¿verdad? Es eficiente, sí, pero hay algo que no tolero.

Andrea fingió sorpresa, aunque sabía perfectamente de quién hablaba. —¿Qué es lo que no te gusta? Si yo la recomendé, es porque sabía que podría manejar la presión de trabajar contigo.

Aiden la observó unos segundos, tan cerca que ella pudo sentir el peso de su mirada.

—No me gusta lo provocativa que es —dijo apretando la cintura de Andrea—. Lo llamativa. Su forma de vestir, de mirarme, de hablar. No encaja en mi entorno profesional.

Andrea contuvo la respiración, aunque por dentro el corazón le retumbaba como un tambor. No esperaba esa respuesta. Esperaba que la atracción hubiese comenzado, no que él se resistiera.

Su tono se volvió más curioso, casi juguetón. —¿Si ella es así…? —susurró, ladeando la cabeza—. ¿No te atrae? Es una mujer muy bien dotada y parece muy sana. ¡Un vientre sano!

Aiden arqueó una ceja, y una sonrisa gélida, apenas perceptible, se dibujó en su rostro.

—Jamás una cualquiera podría llamar mi atención, Andrea. ¡Jamás!

Sus palabras, tan medidas, tan frías, le perforaron el orgullo. Andrea sostuvo su mirada, intentando mantener la compostura, pero dentro de ella algo se quebró. Esa frase no sonaba a fidelidad. Sonaba a desafío. A una advertencia.

—¿Una cualquiera…? —repitió en voz baja, degustando las palabras como veneno. —¡Nunca te había escuchado decirlo de esa manera tan fría!

Él se alejó lentamente hacia las escaleras. —Buenas noches, Andrea. Mañana salgo temprano —dijo con naturalidad, como si nada hubiera ocurrido.

Ella no respondió. Solo lo siguió con la mirada hasta que desapareció en la oscuridad del pasillo. Y cuando estuvo sola, dejó caer la copa en el suelo. El cristal se rompió con un chasquido seco.

Andrea sonrió, sin emoción, con el reflejo del vino esparcido como sangre sobre el mármol. —Jamás una cualquiera… —susurró con una voz cargada de ironía—. Pero esa “cualquiera”, mi querido Aiden… fue capaz de hacerte sentir. ¡Esa cualquiera hizo lo que ninguna otra provoco!

Andrea subió las escaleras sin sus tacones, sintiendo el frío del mármol bajo sus pies. Cada paso era una declaración muda de poder y desafío.

Había pasado toda la cena interpretando el papel de la esposa perfecta. Ahora, en la penumbra del dormitorio, se permitiría ser otra: la mujer que quería respuestas sin necesidad de pronunciarlas.

La habitación estaba casi a oscuras, iluminada solo por una lámpara tenue de luz roja que filtraba un resplandor carmesí sobre las sábanas blancas.

Andrea se detuvo en la línea imaginaria. Por un instante, lo observó con esa mezcla de deseo y furia que solo puede tener quien ama demasiado. O quien desea venganza propia.

Luego, sin pronunciar palabra, dejó que el vestido deslizara por su piel hasta caer al suelo. Su silueta se recortó contra la luz roja: un espectro de belleza y de heridas.

Caminó hacia él con pasos lentos, calculados, felinos. Aiden levantó la vista justo cuando ella se subió a la cama y se acomodó sobre su cuerpo, rozando apenas su pecho con el suyo. El aire se tensó.

—¿Qué haces, Andrea? —preguntó, su voz baja, áspera.

—Provocarte —susurró ella, rozando sus labios contra los suyos sin llegar a besarlo—. Busco en ti algo… diferente. Algo que me satisfaga y apague este fuego.

Él exhaló con fastidio, apartando la mirada hacia el techo. —Hoy no estoy para complacerte.

Esa frase fue un disparo invisible. Andrea lo miró, inmóvil, con una mezcla de dolor y orgullo. Su voz salió quebrada, pero fría. —¿Por qué, Aiden? ¿Por qué siempre eres tan distante conmigo? —susurró, acariciándole el rostro—. No desconfío de ti… pero me haces sentir que mi cuerpo ya no vale, que dejé de ser la mujer que deseabas. Esa mujer que tomabas cuantas veces lo deseabas.

Aiden cerró los ojos por un instante, como si las palabras pesaran más que su propio cansancio. —No es eso, Andrea. Solo ha sido un día largo… más de lo normal.

Ella lo observó en silencio, esperando algo que lo delatara, un gesto, una sombra, una grieta. —Mañana —continuó él, girándose hacia un lado—, tengo una reunión con una inversionista.

Andrea sintió cómo el aire se volvía denso, casi irrespirable.

Su mente repitió la palabra como un eco: ¡Una inversionista! Ella sabía a lo que se refería, ella sabía la carta que estaba manejando silenciosamente.

Se sentó lentamente sobre la cama, con los ojos fijos en él, buscando en su expresión una señal. —¿Una mujer? —preguntó al fin, la voz baja, cortante.

—Sí —respondió Aiden con naturalidad—. Un nuevo contacto. Parece tener buenas ideas para el desarrollo del fondo internacional.

Andrea sonrió, pero esa sonrisa tenía filo. —Desde cuándo aceptas mujeres en tus negocios, Aiden…

Él no respondió. Ella también estaba tejiendo la red que la haría llegar hasta las últimas consecuencias. ¿Y cuando una mujer como Andrea siente una mentira? No busca la verdad… ¡La fábrica!

El susurró de la noche se mezcló con la murmuración de Aiden. —Citémonos mañana. —el susurro de Aiden helo el cuerpo de Andrea.

—¿Citarnos? ¿Por qué propones algo así? No estamos tan jóvenes como “Citarnos” ese era un juego de nuestra juventud. —respondió Andrea sintiendo que estaba jugando a los deseos de Aiden y no a su juego de manipulación.

—Un ambiente diferente podría avivar un poco la pasión que no me haces sentir en esta habitación. —respondió Aiden volteándose por completo y apagando la tenue luz que hace unos instante aun alumbraba la desnudez del alma de Andrea.

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