Mundo ficciónIniciar sesiónEn la penumbra de la oficina, cuando Rubí se marchó y el aire aún olía a perfume, Marlene esperó unos segundos antes de hablar. Su voz fue baja, casi un susurro cargado de intención. —No se preocupe, señor White. No diré nada.
Aiden levantó la mirada. —¿Nada sobre qué?
Marlene esbozó una media sonrisa. —Sobre el beso. O sobre la manera en que ella intentó provocarlo.
El silencio se alargó, denso como el humo. Aiden se recostó lentamente en su silla, estudiándola. —Parece que lo viste todo.
—No todo —respondió ella, acercándose un paso—. Pero lo suficiente.
Aiden mantuvo la compostura, aunque su mente ya procesaba las posibilidades.
Marlene no solo había visto, ¡había encubierto! Y eso la volvía peligrosa. ¡Demasiado!
—Necesito que revises unos contratos esta tarde —dijo con tono neutro—. Tengo una reunión con un proveedor fuera de la ciudad.
—¿Un proveedor? —repitió ella, alzando una ceja—. Qué conveniente. ¿Pero no tengo agendado una cita con proveedores? ¿Desea que lo registre?
Aiden sonrió apenas, sin confirmar ni negar. —déjalo así, es nuevo y no estoy seguro si llegaré a un acuerdo.
En realidad, no había ningún proveedor. Solo un nombre: Elisa. Se estaba postulando como el nuevo proveedor.
La tercera mujer. La más discreta, la más inocente. La que Andrea aún no había movido en su tablero, creyendo que era una pieza sin importancia. Pero Aiden no creía en coincidencias. ¿Cuándo algo se percibía como manipulación? Prefería enfrentarlo antes de que se convirtiera en amenaza.
Mientras Marlene organizaba los papeles con precisión, él envió un mensaje desde su teléfono personal, uno que ningún sistema de Andrea podría rastrear. —“Cita confirmada. Lugar habitual. Guardando discreción.”
Aiden se levantó, ajustó su saco y tomó las llaves del auto. —¿Si alguien pregunta por mí? Salí a negociar. —murmuró al aire como si Marlene solo se tratara de una asistente más de su despacho.
Marlene lo observó salir sin pronunciar palabra, pero en su interior una chispa de sospecha comenzaba a encenderse.
Aiden bajó al estacionamiento privado. El reflejo del sol sobre el metal de su automóvil lo cegó por un instante, como si el destino le advirtiera que estaba cruzando una línea invisible.
Encendió el motor y se alejó, dejando atrás los muros de cristal y vigilancia que Andrea creía dominar. A kilómetros de distancia, en un pequeño café junto a una carretera rodeada de bosque, Elisa lo esperaba.
Aun no lo conocía personalmente, pero Aiden conocía su historial. Puntos de venta callejeros, lugar de residencia, situación económica actual. Aiden no jugaba a ciegas, Aiden también sabia jugar y eso Andrea aun no lo descubría.
El reloj del pequeño café marcaba el horario acordado previamente. A través de las ventanas, la luz del atardecer caía en tonos dorados sobre las mesas vacías.
Elisa jugueteaba con la taza de té entre sus manos, intentando disimular el temblor de sus dedos. No era la primera vez que debía fingir confianza, pero esta vez no era una reunión más… Se trataba de Aiden White, el CEO imponente y poderoso de la ciudad. ¡Al que debía entregarse a sus más bajos deseos!
Aiden White. El nombre que ni siquiera Andrea mencionaba sin que su voz se quebrara en orgullo y temor. El rugido de un motor importado rompió el silencio de la carretera.
Cuando Aiden entró al café, todo en el ambiente pareció enderezarse, como si hasta el aire se alineara ante su presencia.
Llevaba un traje gris oscuro, sobrio, pero perfectamente ajustado; su reloj destellaba con precisión quirúrgica. Su mirada helada, analítica. Se suavizó apenas al posarse en ella. —Elisa, ¿verdad? —dijo con una voz grave, de esas que parecen saber lo que el otro piensa antes de hacerlo saber.
—Sí, señor White… Es un placer conocerlo finalmente. —respondió ella, poniéndose de pie con torpeza y extendiendo la mano.
Aiden no la estrechó de inmediato. La observó por un instante largo, casi incómodo, antes de tomar su mano con delicadeza. Su contacto fue firme, pero cálido, y eso bastó para que Elisa sintiera cómo su respiración se alteraba.
Aiden rompió el silencio. —¿Suele venir a este lugar?
—En ocasiones. Es tranquilo, casi nadie viene. Me gusta pensar que aquí… el tiempo no corre tan rápido. —respondió con la mirada escondida, la seducción no era su lado fuerte.
Aiden asintió, con un gesto que escondía curiosidad. Había en ella una calma que no era impostada. Una dulzura que contrastaba con la artimaña de Rubí o la perfección controlada de Marlene. Su humildad no era una estrategia; era su naturaleza. Y eso lo confundía.
Elisa intentaba mantener la conversación en terreno profesional. Le habló de los productos, de los proveedores, de la calidad del café que cultivaba. Aiden la escuchaba, pero su atención estaba en otra cosa: su manera de mirar sin desafiar, su manera de hablar sin mentir.
Cuando ella terminó de explicar los costos y las rutas de distribución, él sonrió. Fue la primera vez que Elisa lo vio sonreír de verdad. —Tiene un modo curioso de hablar de negocios —dijo Aiden—. Casi poético.
—Supongo que para mí no es solo trabajo… es lo único que me queda —respondió con una honestidad que lo desarmó por completo.
Esa frase no estaba en el guion. Elisa estaba rompiendo el molde, improvisando desde la sinceridad. Y, para su sorpresa, ¡Funcionaba!
Aiden se reclinó hacia adelante, sus ojos fijos en los de ella. —Entonces hagamos algo —dijo con voz baja, modulada—. A partir de hoy, usted será la proveedora oficial de alimentos para mis empleados.
Elisa lo miró, incrédula. —¿En serio, Señor White…? No sé qué decir.
—Diga que sí. —dijo con la mirada fija en la de ella.
Ella asintió, la emoción nublándole los ojos. Pero justo cuando el alivio la envolvía, Aiden añadió algo más. Su tono cambió: de amable a misteriosamente provocador, un tono que cambiaba por completo el sentido de la reunión. —Aunque… me gustaría que entre nosotros exista algo más que un simple acuerdo de negocios.
Elisa sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No era el qué… sino ¡cómo! lo dijo. Su voz no tenía urgencia ni deseo vulgar; era una caricia disfrazada de orden, una promesa que se deslizaba entre las palabras con la precisión de una amenaza. —¿Algo más? —susurró Elisa, casi temiendo la respuesta.
Aiden ladeó la cabeza, una sombra de sonrisa dibujándose en sus labios. La observaba como quien mide una pieza valiosa antes de apostar por ella. —Quiero saber —dijo lentamente, cada palabra pesando más que la anterior— si puedo contar con usted más allá del papeleo y las entregas.
Hizo una pausa, dejando que el silencio se alargara como un hilo tenso entre ambos. —¿Qué estaría dispuesta a entregar —continuó, con una suavidad peligrosa— por el bienestar de su familia?
Elisa sintió que el aire se volvía más denso. Su respiración se quebró, sus pensamientos se dispersaron. No entendía si era una pregunta… o una prueba.
El café parecía huir de ellos; solo quedaban sus miradas cruzadas, la de él inquisitiva y fría, la de ella temblorosa pero firme.
El silencio de la sala se quebró con el sonido del reloj. Aiden acababa de abrir un juego nuevo. ¡Uno que ni Andrea controlaba!
Aiden estaba cayendo. Y Elisa, con su inocencia intacta y sus gestos torpes, acababa de abrir ¡sin saberlo! Una grieta profunda en la muralla de hielo que por años había mantenido intacta al hombre que Andrea creía conocer.
Elisa respiró hondo, intentando recuperar la compostura. Sus manos temblaban sobre la mesa, los dedos enredándose unos con otros. —Puede contar conmigo, señor White —dijo finalmente, su voz sonando más firme de lo que esperaba. Lo miró con una mezcla imposible de respeto, temor… y una curiosidad que no entendía.
Aiden la observó en silencio durante un segundo que pareció eterno. Luego, una sonrisa mínima, apenas un roce de labios cruzó su rostro. Deslizó una tarjeta dorada sobre la mesa. —Entonces considérelo el inicio de algo importante, Elisa.
Se levantó con calma, ajustó el saco oscuro y, antes de marcharse, se inclinó hacia ella. Su voz, cuando habló, fue un roce de terciopelo y amenaza. —No confío fácilmente… pero usted tiene algo que no sé definir todavía. ¡Tiene algo que sabe cautivar!
Elisa apenas respiró. El aroma de su perfume, caro y sobrio, se mezcló con el vapor del café, dejándole una sensación extraña: una punzada de vértigo en el estómago. Cuando él salió, el ruido de la puerta pareció arrancarla de un sueño. Permaneció inmóvil, con el pulso acelerado, tratando de entender si lo que sentía era miedo, fascinación… o algo mucho más peligroso.
Aiden dejó su coche varado entre el tráfico, entregando las llaves a un chofer que lo esperaba discretamente. De un movimiento ágil, subió a otro vehículo negro, sin placas visibles, que arrancó sin ruido hacia el otro extremo de la ciudad.
Sus pensamientos iban a mil. No por Elisa, sino por la incomodidad que lo había dejado con una sensación que no comprendía. Una mezcla de curiosidad y deseo contenido. Necesitaba despejarse, apagar el remolino en su cabeza.
Sin pensarlo demasiado, marcó el número que llevaba metido en su deseo. —Rubí —dijo con voz baja.
Ella contestó de inmediato, casi sin dejarlo hablar. —¿Aiden? —su voz sonó como un ronroneo eléctrico, envuelta en perfume y peligro—. No pensé que volverías a llamarme. ¡No después de nuestra conversación en la empresa!
—No suelo repetir errores —replicó él con una sonrisa ladeada—. Pero usted no parece uno. ¡Usted parece un borrador!
Un silencio breve, una respiración compartida al otro lado del teléfono. —Dime dónde estás —ordenó. —¿Vienes en camino?
—No tardaré más de diez minutos, espero encontrarla ahí. ¡Es su única oportunidad para cerrar el trato!







