Narra Lorena.Viernes por la noche, y el bar entero apesta a sudor, cerveza rancia y desesperación.La música retumba contra las paredes descascaradas, un ritmo vulgar que nadie escucha realmente, pero que marca el compás de los cuerpos ebrios y del dinero fácil.La pista improvisada no es más grande que una cocina de barrio.Un par de focos parpadeantes lanzan luces de colores enfermos sobre nosotras, las chicas, que bailamos con la falsa sonrisa aprendida, fingiendo que todo esto no es más que un mal sueño del que pronto vamos a despertar.Me llaman "Linda" aquí.Cabello rubio falso, maquillaje tan pesado que apenas reconozco mi reflejo en el espejo del camerino, pestañas postizas como alas de cuervo.No soy Lorena Ferreyra.No soy nadie.Y, sin embargo, basta con que me suba a la pista para que todas las miradas se claven en mí como cuchillos.Los hombres aúllan, lanzan billetes arrugados al suelo, chocan sus vasos entre sí como bárbaros celebrando un saqueo.—¡Vamos, Linda! —grita
Narra Lorena.La noche había dejado su marca en nosotras, pero aún así, ahí estábamos: un grupo disparejo de mujeres maquilladas en exceso, caminando tambaleantes por las veredas agrietadas del barrio bajo, con las risas flotando en el aire como globos de helio, a punto de estallar.Candy, irónicamente, había decidido unirse, tal vez porque en este mundo no se puede permitir tener enemigos más de una noche, o porque las derrotas humillantes se olvidan rápido cuando la miseria aprieta.Ella lideraba la pequeña procesión, sosteniendo una botella de vodka robada del bar entre sus dedos manchados de nicotina.—¡Vamos, Linda! —me llama, con ese apodo ridículo que ya se me había pegado como una segunda piel—. Hoy no sos la estrella, ¿eh? Hoy sólo sos una más.Sonrío, o al menos intento, sabiendo que esa frágil camaradería no es más que otro acto, otra mentira.Las luces de neón bañan nuestras siluetas en colores extraños mientras cruzamos hacia una tienda abierta toda la noche, donde venden
Narra Lorena.No pasan más de cinco minutos desde que vuelvo a cruzar la puerta del bar cuando Candy aparece a mi lado, como si hubiera estado acechando desde las sombras, esperando el momento justo para abalanzarse.—Che, Linda —dice, bajando la voz, con una mirada que intenta parecer cómplice—. Me enteré de algo... y creo que deberías saberlo.Me obligo a mantener la expresión neutra, a no dejar que el pánico que me muerde las entrañas se asome en mi rostro.—¿Qué cosa? —pregunto, apagando el cigarrillo contra el borde oxidado de una mesa.Candy se acerca aún más, invadiendo mi espacio personal, con ese perfume dulce y barato que me revuelve el estómago.—Hay... hay tipos afuera —susurra—. Están preguntando por una mina que se parece mucho a vos. Dicen que es peligrosa... que es una asesina.Finge estremecerse, abrazándose los codos.—Yo no dije nada, lo juro —agrega, clavando esos ojitos pintados en los míos—. Pero si te ven acá, te van a llevar. Tenés que irte. Yo... yo te puedo a
Narrado por Lorena.El espejo está rajado en dos líneas irregulares que cortan mi imagen como un puñal sin filo, deformándome la boca en una mueca que ya no sé si es de furia o de resignación. El baño público huele a orines viejos, a humedad y a una descomposición tan densa que parece querer pegarse a la piel como un suéter mojado; pero a estas alturas del partido, pretender dignidad sería como rezarle a un santo que yo misma decapité.Miro la tijera oxidada que robé de la farmacia de la esquina, desatenta, la cajera adolescente pensó que un "chico" como yo no podía ser una amenaza, y cierro los dedos en torno al mango frío, como si sostener esa herramienta me diera alguna forma de poder en medio de la ruina.No hay opción.No queda margen para juegos de ingenio o disfraces baratos.O desaparezco... o me encuentran.Me empujo contra el lavabo quebrado, inclino la cabeza y, sin pensarlo más, clavo las hojas melladas de la tijera en el nido de cabello que alguna vez bailó dorado bajo la
Narra Lorena.El asfalto vibra bajo las ruedas del destartalado coche rojo como un animal respirando pesado, y el cielo se desgrana en un gris sucio que aplasta todo el paisaje con su peso opresivo. A mi lado, la chica, que se presentó como Danny apenas después de arrancar, canta a gritos desentonados la letra de una canción que habla de libertad como si fuera algo tan sencillo como un boleto de autobús.Yo asiento de vez en cuando, murmuro monosílabos, me río en los momentos que ella espera que lo haga. El papel del adolescente callado, herido y rebelde me queda apretado en el cuerpo, pero lo interpreto mejor que cualquier papel que alguna vez bailé en un escenario.—¿Cómo te llamás? —pregunta, masticando el chicle con la misma energía con la que acelera para esquivar un bache asesino.—Leo —digo, usando el primer nombre que me suena creíble, corto, masculino, olvidable.—¿Leo, eh? —se ríe, lanzándome una mirada rápida de complicidad—. Tenés cara de Leo.Me muerdo el interior de la m
Narra Lorena.El cielo ya no es gris. Es negro.Un negro denso como el aceite quemado que gotea de las máquinas rotas.Y las estrellas, las pocas que logran colarse entre las nubes, parecen agujeros en un lienzo de mala calidad.Danny canta bajito para sí misma mientras conduce, siguiendo las curvas de la ruta secundaria como si fuera una cinta de seda, ignorando los carteles oxidados, las señales de "zona de control" y los fantasmas de la civilización que dejamos atrás.Yo, acurrucada contra la ventana, siento el sudor pegajoso bajo la camisa robada, el picor de la peluca improvisada que uso como disfraz, y el pulso brutal del miedo latiéndome en la boca del estómago.En teoría, estamos cerca de la frontera de la ciudad.En teoría, nadie nos sigue, en teoría, todo debería ir bien, pero las teorías son para los muertos.Danny bosteza sonoramente, y sus pestañas rozan su mejilla mientras se esfuerza por mantener los ojos abiertos.—Falta poquito, Leo —murmura—. Después te dejo donde qu
Narra Lorena.El coche avanza por la carretera despintado, humeante, con el capó atado por alambres improvisados. La noche cae espesa como alquitrán sobre los árboles deformes que bordean la ruta. A nuestro alrededor, nada más que el murmullo áspero del viento, el crujir del motor agonizante y la voz chillona de un locutor local que anuncia con entusiasmo la fiesta de la cosecha de algún pueblo perdido.Danny, al volante, tamborilea los dedos sobre el volante al ritmo de una canción que no conoce. Tararea, con esa energía ciega de quien no comprende realmente en qué pozo se ha metido. Yo, o Leo, como ella me llama, voy en el asiento del acompañante, encorvado bajo la chaqueta ancha, el pelo recién cortado rascándome la nuca, la mirada fija en el retrovisor como si fuera un condenado que sabe que la soga ya roza su cuello.—Oye, Leo… —dice Danny, ladeando la cabeza sin apartar los ojos del camino—. ¿Estás seguro de que no te siguen?La pregunta suena inocente, pero su tono tiene una vi
Narra Lorena.La calma dura exactamente ocho minutos.Ocho minutos en los que Danny canta bajito una canción pop ridícula, ajena al huracán que se cierne sobre nuestras cabezas.Ocho minutos en los que mis manos dejan de temblar.Ocho minutos en los que, por primera vez en mucho tiempo, me permito pensar que tal vez, solo tal vez, podríamos lograrlo. Hasta que los veo.Luces azules rebotando en el horizonte. Otro control, pero este no es como el anterior. No hay conos. No hay formalidades. Aquí hay fusiles, hay cazadores.Danny también lo nota. Baja la velocidad casi instintivamente.—¿Qué hacemos? —pregunta en un susurro.—No frenes —digo, sin pensarlo.—¿Qué?—No frenes. Pisa el maldito acelerador.Me mira, horrorizada.—¿Estás loco?—¡Hazlo! —grito, y no soy yo quien grita, es el instinto, es la mujer acorralada que no piensa morir esta noche.Danny, bendita sea, no discute.Pisa el acelerador.El escarabajo ruge, más por desesperación que por potencia, y volamos hacia el control.