89. Perro que huele sangre.

Narra Ruiz.

La ciudad me pertenece.

No porque firmé papeles, no porque pagué impuestos, no porque sonreí en campañas políticas como esos imbéciles con corbata.

Me pertenece porque todos, hasta los más honrados, bajan la cabeza cuando paso.

Me pertenece porque la compré con sangre y la hipoteco con miedo.

A la salida del Savoy, el calor de la noche me pega como un cachetazo, y me subo al coche sin esperar a que me abran la puerta.

Clarita se pega a mí como un chicle mascado, con esa sonrisa estúpida que me dan ganas de arrancarle a sopapos, pero en vez de eso, le acaricio la mejilla.

—¿Sabés lo que me gusta de vos, Clarita? —le susurro mientras le enredo un mechón de pelo entre los dedos.

—¿Qué, amor? —pregunta, casi sin aliento.

La miro, deslizando mi pulgar por su boca pintarrajeada.

—Que siempre hacés lo que te digo. Aunque sea una estupidez. Aunque no entiendas un carajo.

Ella ríe, pensando que es un cumplido.

Yo sonrío, porque sé que no lo es.

El auto arranca, y en menos de veinte
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