Narra Lorena.La ciudad a esta hora es una bestia insomne, sudorosa y podrida. Perfecta para una cacería.Las chicas y yo salimos del almacén todavía humeante, cargando armas improvisadas, mochilas con municiones y suficiente rabia como para incendiar el puto barrio entero.—¡Divídanse! —ladro, mientras ajusto la correa de mi pistola—. Ruiz va a sangrar en alguna esquina. Quiero que lo encuentren antes de que se esconda en su cueva.Clarita asiente, limpiándose la sangre de la ceja partida.—¿Vivo o muerto?Me sonrío, amarga.—Que respire. Solo eso. Después veremos.Las chicas se dispersan en pequeños grupos, como hienas hambrientas en las callejuelas.Yo camino sola.Siento el calor del fuego en la espalda, el almacén todavía vomitando humo y cenizas a la noche.No importa.Esta ciudad puede tragarse todo lo que le queda.Yo solo quiero a Ruiz.Tomo la avenida principal, el arma escondida bajo la chaqueta, las botas golpeando el asfalto resquebrajado.Mis ojos barren las sombras.Cad
Narra Lorena.La noche cae sobre la ciudad como una mortaja sucia, extendiendo su olor a desesperación, a pólvora reciente, a humo de incendio mal apagado. Nosotras salimos del almacén todavía ardiendo, arrastrando mochilas pesadas de municiones y armas improvisadas, con el corazón martillando en el pecho, alimentadas por esa rabia ciega que solo da el hambre de venganza.—Divídanse —ordeno, mientras mis ojos recorren el horizonte podrido de calles desiertas—. Busquen a Ruiz. No quiero que se arrastre muy lejos.Clarita, con el labio partido y una fea hinchazón en la mejilla, se me acerca rengueando mientras aprieta una escopeta contra el pecho.—¿Lo quieres vivo? —pregunta, como si realmente necesitara saberlo.La miro, sabiendo que lo que más desea es verlo retorcerse, escuchar el sonido de sus huesos rompiéndose bajo la presión justa.—Quiero que respire —digo finalmente—. Lo suficiente para que me escuche.Las chicas se dispersan como hienas a las que acaban de soltar en un matade
Narra Ruiz.Despierto con el sabor metálico de la sangre en la boca y el áspero roce de una cuerda quemándome las muñecas. El dolor en mi costado late al ritmo de un tambor de guerra lejano, constante, feroz. La cabeza me da vueltas, pero todavía no me he ido del todo.Todavía respiro.Todavía soy peligroso.Abro los ojos y el mundo me recibe con un foco directo al rostro, implacable, como un interrogatorio barato en una estación policial de tercera. Parpadeo para enfocar y reconozco las paredes sucias de ladrillo, el olor a humedad, el eco de un grifo que gotea en alguna parte. Un sótano. Uno de esos que usan para esconder los secretos que nadie quiere encontrar.Frente a mí, Lorena.Brazos cruzados, rostro impasible, la silueta recortada contra la penumbra como la estatua de una diosa maldita. Sus ojos no tienen compasión. Ni la más mínima chispa de eso que alguna vez me regalaban cuando compartíamos cama y mentiras.Hoy soy solo un trofeo, una reliquia rota de su propia furia.A su
Narra Ruiz.No hay sangre que me moleste si viene con propósito.Y esta, la que chorrea tibia por mi pierna, tiene nombre: venganza.Llevo días maniatado en este agujero mal ventilado que alguna vez fue un taller mecánico y ahora pretende ser santuario de redención para putas arrepentidas. No me tocan ni me matan. No todavía. No hasta que la gran jefa lo decida. Porque esto, esto es puro teatro. Y el final está reservado para cuando ella quiera su ovación.Lorena, la reina de la función.Pero una reina rota no cobra entrada.Clarita me trae comida. Carla me cura las heridas. Otra más, una morena flaca con nombre de flor, limpia la sangre que dejo por donde paso. Las oigo murmurar, espiar, intercambiar miradas cada vez que paso cerca. Al principio, me miraban como a una bestia salvaje, pero la jaula no resiste demasiado cuando el prisionero empieza a hablar como un dios.—¿Sabés lo que me hacía Lorena cuando nadie miraba? —le susurro a Clarita una noche, cuando me da agua con una mano
Prólogo.En la penumbra del cabaret, bajo el brillo decadente de las luces rojas, el humo espeso flotaba como un secreto no compartido. Lorena movía su cuerpo al ritmo de la música lenta, pero su mente estaba lejos. No era solo la bailarina estrella del club, sino también la mujer del hombre más temido de la ciudad: Carlo. Él la había sacado de las sombras, elevándola a una vida de lujo, poder y celos. Pero en su mundo, todo tenía un precio, y lo que brillaba más fuerte a menudo era lo primero en arder.Y luego apareció Ruiz.Con su traje impecable y su sonrisa torcida, Ruiz no era el tipo de hombre que pasaba desapercibido. La ciudad empezaba a susurrar su nombre, temido y deseado a partes iguales. Él no necesitaba promesas; la gente caía a sus pies por voluntad propia o por necesidad desesperada. No era diferente con Lorena. La había visto una vez, y desde entonces su destino estaba sellado. No porque la quisiera —eso sería demasiado simple—, sino porque necesitaba de ella para dest
Narra Lorena. Yo… no creo en las coincidencias, y mucho menos en los hombres con trajes caros y sonrisa de lobo. Ruiz apareció en el cabaret como una tormenta en plena madrugada: sin aviso, sin disculpas, y con esa forma de mirar que incomoda. Como si ya supiera algo de vos que todavía no dijiste en voz alta. A mí no me impresionan fácil. Aprendí a mirar desde los espejos sin que me noten, a detectar el peligro en los detalles. La forma en que alguien entra a un lugar, cómo inclina la cabeza cuando escucha tu nombre, si le habla primero al camarero o te clava los ojos como si ya fueras suya. Ruiz… Ruiz no vino a ver un show. Vino a verme a mí. Lo supe apenas pidió ese trago sin despegar los ojos de los míos. Como si no le importara un carajo que estuviera bailando con las piernas abiertas sobre una tarima de metal oxidado. Como si lo suyo no fuera deseo, sino estrategia. Y lo más jodido es que eso fue lo que me gustó. La mayoría de los hombres que pasan por este lugar vienen a o
Narra Ruiz. No me gusta que me revisen las cosas, ni en sentido literal, ni en sentido figurado, pero especialmente lo primero. Esa noche, después del tercer whisky y antes de que el hielo se derritiera del todo, le dije que me esperara en el sillón de mi cuarto. Un cuartucho en el hotel de siempre, con olor a tabaco rancio y alfombra vieja, pero con una vista directa al cabaret, como si eso hiciera todo más cómodo. Yo necesitaba mear, limpiarme un poco el sudor de la noche y volver al ruedo con la mente fría. No habrán pasado ni cinco minutos. Pero cuando volví, algo estaba fuera de lugar. Ella seguía ahí, sentada con las piernas cruzadas como si nada. Como si nunca se hubiera levantado. Como si no tuviera ni una puta idea de dónde guardo yo mis papeles. Demasiado quieta. Cerré la puerta y me quedé observándola desde el umbral. El espejo del baño me había devuelto mi reflejo con una gota de sangre seca en la mandíbula —recuerdo de un ajuste de cuentas temprano—, pero eso no me
Narra Lorena. Dicen que para salir del barro hay que ensuciarse un poco más. Yo aprendí a revolcarme con estilo. Ruiz no es tonto. Por eso lo beso más fuerte. Por eso le muerdo los labios como si fueran míos. Porque sé que cada caricia lo hace bajar un poco la guardia, y cada jadeo le nubla la vista justo donde necesito que deje de mirar. Cuando me levanta, cuando me apoya contra esa cama que no es suya ni mía, solo una excusa en medio de la guerra, yo no estoy pensando en su cuerpo. Estoy contando segundos. Midiento reacciones. Buscando grietas. Porque mientras él me recorre con manos firmes, yo repaso mentalmente cada cosa que escondía en su chaqueta. La foto arrugada del viejo al que mandaron a dormir bajo tierra. El papelito con una dirección anotada a mano. Una llave. Una marca. Una pista. Y entonces sus labios bajan por mi cuello y yo me arqueo, exagerada, como si eso me dominara. Pero no me domina. Solo me despierta algo que hace rato tenía dormido, y eso es jod