536. La herida invisible.
Narra Tomás Villa.
Me deleita la forma en que su cuerpo se curva contra mí, buscando refugio y al mismo tiempo empujándome a más, y no puedo evitar cerrar los ojos un instante para saborear la contradicción: ella tiembla porque teme el filo de mi navaja, pero también porque lo desea sin comprenderlo, porque en esa caricia helada hay una promesa que su cuerpo joven interpreta como un despertar, y mientras su piel se eriza bajo el recorrido del metal, mi mente no está del todo aquí, conmigo, sino allá donde imagino los ojos de Ruiz, fijos en la pantalla, obligados a contemplar lo que hago con su hija, forzado a aceptar que ya no es él quien domina la escena, sino yo, yo que lo suplanto, yo que lo venero y lo destruyo a la vez.
La hoja, ligera, apenas roza el arco de su cuello, dibujando una línea que no llega a romper la piel, pero que sí siembra en ella la certeza de que podría hacerlo, de que basta con un leve cambio de presión para que el rojo de su sangre florezca contra mi acero, y