537. Jardines envenenados.
Narra Dulce.
Nunca pensé que el corazón pudiera latir tan rápido y al mismo tiempo sentirse tan pesado, como si el mismo aire que respiro se hubiera vuelto un peso que me hunde. Al principio creí que el brillo de sus ojos era devoción, que cada caricia suya era un signo de amor disfrazado de misterio, pero ahora, mientras observo cómo la sombra de Tomás se alarga en el salón con la luz temblorosa de los candelabros, me doy cuenta de que hay algo más, algo que no había querido ver. Esa sonrisa que antes me parecía un refugio ahora se curva como una amenaza. Ese silencio suyo, que yo interpretaba como fuerza, se me revela frío, calculador, demasiado parecido a una máscara que se desliza, que cae sin compasión.
Él me observa como si yo ya no fuera una persona, como si fuera un objeto, un trofeo que lleva su nombre. Me tiembla la piel aún por el recuerdo del filo de la navaja que rozó mi cuello, el ardor de aquella caricia que no fue más que una herida, y me pregunto si acaso he sido dema