523. Nunca me dejes.
Narra Tomás Villa.
El rugido del motor todavía resuena como un eco dentro de mi pecho, una vibración que parece sostenerme más que el propio aire de esta noche sin luna, y la carretera se estira frente a nosotros como un hilo interminable de sombras que apenas la luz de los faros logra desgarrar. Dulce, con los ojos muy abiertos ahora, ya no es la niña adormilada que respiraba tranquila contra mi hombro, es un cuerpo despierto, alerta, lleno de preguntas que le hierven en los labios, preguntas que se amontonan como cristales rotos y que tarde o temprano terminan por cortarme a mí, porque su voz, cuando rompe el silencio, lo hace con una dureza inesperada.
—Dime qué está pasando, Tomás. —Su mirada arde, no es el súplica de antes, es una exigencia que nace de esa intuición suya que la empuja hacia la verdad aunque todavía no sepa soportarla—. ¿Quiénes son los que nos persiguen? ¿Por qué corres como si la muerte viniera detrás de nosotros?
Sonrío apenas, no la miro de inmediato porque mi