404. Mecha corta, amor largo.
Narra Sami.
Dulce tiene el alma como una botella de vidrio girando al borde de la mesa: hermosa, brillante, llena de cosas rotas y peligrosamente cerca de estallar. Y yo… yo soy la idiota que no puede dejar de mirar cómo tiembla.
Me gustaría decir que la estoy cuidando.
Que este viaje improvisado, estos días en la ciudad, estas noches de luces y humo, son una estrategia.
Una pausa antes del infierno.
Pero estaría mintiendo.
La verdad es que no puedo alejarme de ella.
No quiero.
Y aunque intento mantener el control, Dulce me lo desarma en tres gestos:
Un suspiro, una risa mal puesta, una mirada que no sabe si quiere matarme o besarme.
Hoy se levantó más callada que de costumbre.
Se quedó en la cama, mirando el techo, con un cigarro sin encender entre los labios.
No dijo mucho.
—“¿Y si no lo encuentro?” —me dijo, de pronto.
—“¿A quién?” —le pregunté.
Pero ya sabía la respuesta.
—“A mi viejo.”
Y luego, más bajito, como si el aire le pesara en la garganta:
—“No sé ni por dónde empezar, Sa