368. Contraplano.
Narra Gomes.
Los pasillos traseros del teatro no tienen la grandeza del escenario, ni el glamour de la platea, ni el dramatismo del telón que cae sobre los actos finales. No.
Acá todo es madera sin barnizar, cables que serpentean por el suelo, humedad que trepa por las paredes y esa penumbra tramposa que parece hecha para extraviar a los que no están invitados. Pero yo no soy un espectador.
Soy el tipo que llega cuando el acto está por pudrirse.
El auricular en mi oído está mudo. El equipo se ha dividido y, por orden mía, nadie debe intervenir hasta que yo dé la señal.
No podemos arruinar esto con un paso en falso.
Camino lento. Escopeta corta colgada del hombro.
Revolver en la funda, con los ojos afilados, y el corazón, acostumbrado al desastre.
Cruzo una cortina negra, roída, y entro a una sala rectangular con olor a encierro.
Y ahí todo cambia.
No hay cuerpos, tampoco hay víctimas. Solo hay disfraces.
En percheros móviles cuelgan trajes que parecen salidos de diferentes épocas: un