220. Cenizas en la garganta.
Narra Lorena.
Los faroles de la patrulla son un péndulo de luces que me lamen la cara mientras me llevan. Roja, azul, roja, azul. Un latido agónico. Estoy sentada en el asiento trasero, esposada, como si fuera yo la criminal, como si lo que acabo de perder mi hija, mi sangre, fuera mi castigo merecido por haber amado a un monstruo.
Gomes va adelante. Silencio. Respira como si tuviera clavos en los pulmones, duro, hondo, pesado. Su celular suena, y él atiende de inmediato, con la voz tomada, como si todavía tuviera pólvora en la garganta. Reconozco ese tono. No es profesional. Es desesperación contenida, es furia envuelta en deber.
—Sí, jefe... —dice, mientras se aparta un poco para que yo no escuche—. Lo tenemos confirmado. Ruiz escapó en helicóptero con la menor. Tenía gente infiltrada por todos lados… hubo una masacre. Sí, policías muertos. Algunos de los nuestros. Hubo que repeler. No tuvimos opción.
Su voz tiembla apenas. Pero yo lo siento. Porque lo estoy mirando a través del vi