155. Lo que se entrega sin que duela, no se ha perdido de verdad.
Narra Ruiz.
Me lo dice con una sonrisa estúpida en la cara.
Torrez.
Mi perro fiel. Mi sombra de pólvora y saliva.
—Fue una noche especial, jefe —dice, mientras se sirve café como si acabara de regresar de un hotel cinco estrellas y no de haber sudado sobre la mujer que más veces he querido ver llorar… y también reír.
Lo observo sin apuro. Mis dedos juegan con el encendedor de plata. Click. Click. Click. El fuego baila, se apaga. Se enciende de nuevo. Es hipnótico.
—¿Especial cómo? —pregunto, como quien pregunta por el clima.
Él se ríe. No se da cuenta. No ve la sangre que me bulle bajo la piel. No siente que estoy a un milímetro de abrirle la garganta y obligarlo a repetir todo con un nudo en la lengua.
—Al principio fue tensa —dice—. Se hacía la difícil, pero después… jefe, usted tenía razón. Estaba pidiendo que alguien la domara.
Ese verbo.
Domar.
Como si fuera un potro.
Como si Lorena no fuera un incendio disfrazado de bailarina.
Me acomodo en el sillón de cuero. El helicóptero ya