156. La miel con la que enveneno a mis carceleros.
Narra Lorena.
No tengo ni un minuto de descanso.
Ruiz se ha ido, y ya escucho el chasquido de la hebilla en las manos de Torrez. Está de pie junto a la cama, con esa cara de niño satisfecho que acaba de recibir otra golosina por portarse bien. Me observa como si me hubiera ganado. Como si tenerme atada equivaliera a tenerme.
Y yo… sonrío.
Sonrío como si me gustara todo esto.
Como si estuviera agradecida.
—¿Otra vez con las esposas, Torrez? —murmuro, estirando lentamente los brazos por encima de mi cabeza—. Vas a terminar haciéndome creer que te gusta verme rendida.
—No te confundas —dice, mientras se arrodilla junto a mí—. Son órdenes del jefe. Hoy no hay juegos. Hoy solo hay obediencia.
Su voz quiere sonar firme, pero le tiembla un poco. Lo suficiente como para saber que me está mirando más de la cuenta. Le veo el cuello tensarse. Las pupilas, contraídas. La piel le arde, y no es de fiebre. Es deseo contenido. Sed cargada de orden.
Me incorporo apenas, dejando que la sábana se deslic