15. La corona no es liviana.

Narra Lorena.

La oficina todavía huele a sangre vieja. La limpiaron, sí. Pasaron trapos, rociaron perfume, abrieron ventanas. Pero hay olores que se quedan impregnados en la madera, en las paredes, en la memoria.

No me importa.

Yo no vine a que esto huela bonito. Vine a que huela a miedo, si es necesario. A respeto. A mi nombre.

Sully me espera abajo. Tiene los ojos cansados y el cigarro en la comisura de la boca. Se lo saca al verme bajar las escaleras.

—¿Estás viva? —pregunta. Me abraza fuerte.

—Más que nunca —le digo.

Ella sabe. No pregunta por Boris, ni por Carlo. No necesita.

—Las chicas están nerviosas. Una se fue anoche. Desapareció. Ni las cosas se llevó. Otra me dijo que quiere dejarlo todo y volver al norte.

—¿Y las demás?

—Esperando órdenes.

Asiento. Me aprieto el saco contra el cuerpo. Hoy no me puse vestido. Hoy llevo pantalón, camisa y una mirada que no admite preguntas. Abro la puerta del salón principal. Huele a alcohol seco y a cigarro. A miedo, también. Pero distinto
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