122. Puertas que no llevan a ninguna parte.
Narra Lorena.
La soledad tiene sonido. Es ese crujido leve entre las paredes, ese chasquido tibio que hace la madera cuando el viento golpea la casa. Es la forma en que los pasos ajenos se disuelven antes de llegar. La escucho cada noche desde esta habitación con vista al acantilado. Y no me importa el mar, ni el lujo, ni la cena que traen en bandejas de plata. Lo único que quiero es desaparecer.
Traté de hacer aliados. De sonreír con lascivia calculada, de ofrecer palabras suaves a los hombres que cruzan por el pasillo. Pero todos me esquivan como si fuera un espectro que trae consigo la peste. Nadie quiere hablarme. Nadie quiere tener el mínimo vínculo conmigo. No por respeto, ni por culpa, ni por moral. Es miedo.
A Ruiz.
Saben lo que pasa cuando algo le pertenece.
Y yo le pertenezco.
Los pasillos son una red silenciosa de ojos y cámaras. Casi puedo sentir su aliento en las paredes. Sé que me vigila. No me encierra por piedad, ni por amor. Lo hace como quien encierra a un animal her