Desgraciado.

La puerta principal de la Mansión Delcourt se cerró tras Catalina con un crujido elegante, aunque tan frío como las paredes de mármol que la rodeaban.

Catalina avanzó por el vestíbulo con paso firme, sin quitarse el abrigo ni la máscara de serenidad que había practicado una y otra vez durante el trayecto. Cada zancada era medida y cada respiración contenida, consciente de que estaba entrando en la guarida del lobo, pero esta vez no como una víctima, sino como una cazadora encubierta que ya había trazado su plan.

Luciano la esperaba en la sala principal, sentado con falsa compostura en el sofá más amplio. Sostenía un vaso de whisky con la misma seguridad con la que un actor sostiene un libreto, confiando en que bastaría con repetir los viejos gestos para convencer al público de que nada había cambiado.

Al verla cruzar el umbral, se incorporó con la rapidez de un reflejo aprendido, como si aquel gesto bastara para borrar años de sometimiento y semanas de desprecio acumulado.

—Me alegra
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