Ya no eres nuestra mamá.
La cocina principal de la Mansión Delcourt, por primera vez en mucho tiempo, olía a hogar.
Aquella mañana, el aire estaba impregnado de leche caliente, canela, cacao y memorias tan vívidas que dolían más que una cicatriz abierta.
Catalina removía el chocolate para sus hijos con una ternura casi reverente. Había insistido en hacerlo ella misma, no permitiría que un chef uniformado endulzara por encargo lo que quería convertir en un gesto de amor materno.
Había preparado esa receta cientos de veces, pero aquella mañana lo hacía distinta. Lo hacía con el alma rota, con los trozos dispersos de su corazón apenas sostenidos, por la fe en que los lazos que una vez unieron su mundo podrían, tal vez, volver a tejerse.
A lo lejos, un leve crujido de pasos descalzos rompió la calma como una alarma silenciosa. Catalina alzó la cabeza de inmediato y su cuerpo reaccionó antes que su mente, su mirada se encendió con una chispa de ilusión.
Se giró con una expresión esperanzada, como si ese simple son